HAITI: Todo cambia, pero todo sigue igual

Las moscas que vuelan sobre los charcos de aguas servidas no ven ningún cambio en el septentrional puerto haitiano de Gonaives. Ni los niños y niñas que corren desnudos, con la barriga hinchada por el hambre y los parásitos.

Pero en las últimas semans la vida sí ha cambiado en esta ciudad, la cuarta de Haití, donde 200.000 personas tratan de sobrevivir de la pesca y de otras actividades.

No se trata solo de que Jean-Bertrand Aristide no es más el presidente del país, y que Gerard Latortue, nativo de esta polvorienta localidad, haya asumido la jefatura del gobierno con un gabinete de tecnócratas.

Tampoco es la presencia de 150 legionarios franceses, cuyas patrullas se convierten en desfiles inevitablemente seguidos por multitud de hombres, mujeres y niños, a pie y en bicicleta.

El cambio real es que, luego de meses de sitio, la normalidad ha vuelto a Gonaives.
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Los comercios y las escuelas están abiertos. Las calles bullen con puestos de venta de hortalizas, pantalones vaquero y zapatos usados, pasta de dientes y alimentos en conserva traídos de Estados Unidos.

Ya fueron retiradas las docenas de barricadas hechas de refrigeradores viejos, automóviles destrozados y basura que bloqueaban la carretera nacional número uno, un camino de dos vías parece más el lecho de un río que una ruta.

Autobuses y camiones van y vienen al sur y al norte. Y las pandillas callejeras convertidas en milicia rebelde que patrullaron la ciudad tomada el 5 de febrero depusieron las armas, al menos por ahora.

El domingo, los esqueletos desnudos de la cárcel y de las comisarías eran el único recordatorio de las tres semanas de violencia que precedieron al derrocamiento de Aristide, el 29 de febrero, en una operación que el ex presidente consideró un golpe de Estado patrocinado por Estados Unidos y Francia.

Los edificios fueron despojados de escritorios, camas, techos de zinc, marcos de ventana y hasta de ladrillos por ejércitos de pobres de esta ciudad donde las viviendas coloniales de dos pisos levantadas en madera son testigos de un pasado más noble que este presente.

El nuevo primer ministro ni siquiera mencionó los saqueos en la visita que realizó a Gonaives el domingo.

Latortue llegó en helicóptero, escoltado por militares franceses y estadounidenses mientras se dirigió a una multitud de miles de personas, que lo aclamaron cuando prometió vivienda, pavimentación y otras mejoras.

En el palco desde el que habló a sus paisanos se mostraban conocidos violadores de derechos humanos y delincuentes condenados, pero prolijamente vestidos de traje y corbata.

A pocas cuadras de allí, la vida seguía igual para Marie Josue, de 41 años, encorvada frente a un fuego donde se freía carne de cerdo —más bien la grasa— en una burbujeante masa de aceite marrón.

”Tenía cinco bocas que alimentar antes de que Aristide se fuera, y todavía tengo cinco bocas que alimentar”, dijo Josue, quien vive en una choza de dos habitaciones cerca de las minas de sal situadas entre el mar y el villorrio de Raboteau.

Raboteau es el bastión de la pandilla Ejército Caníbal, cuyos miembros pasaron al Frente de Liberación Nacional alzado en armas contra Aristide y que ahora se pasean de corbata por el lugar.

Las calles, los pisos y las paredes del lugar donde viven Josue y su familia están hechos de la misma arcilla. Su vestido fabricado en Estados Unidos, otrora colorido, hoy está hecho jirones.

Mientras revuelve el potaje con una cuchara de madera, ahuyenta con la otra mano las moscas de la cara de su hijo de dos años, Dieudonne, ”regalo de Dios”, en francés. Ninguno de los niños va a la escuela.

”Aristide era un delincuente, un narcotraficante. Nunca le importamos. Hizo promesas y entonces se dedicó a vivir su hermosa vida con su hermosa esposa y sus hermosos hijos”, dijo Josue.

”Se fue, y vino otro nuevo. Y los soldados están aquí. No sé si algo cambiará”, agregó.

A tres kilómetros de distancia, las cosas están un poco mejor en el restaurante Chez Frantz, donde Latortue y sus ministros, consejeros, policías y ex pandilleros se detuvieron a almorzar.

”La seguridad está bien ahora. Las cosas van volviendo a la normalidad, aunque los precios siguen elevados”, dijo el copropietario del restaurante, Eric Thiesfeld, de 52 años.

Thiesfeld, cuyo establecimiento lleva el nombre de su padre, ocupa una silla en varios comités instalados luego de que Aristide se fue de Haití y los funcionarios locales de su gobierno huyeron.

”Ahora, la sociedad civil está asumiendo su papel. Tal vez ahora haya más control sobre los políticos y la policía”, dijo Thiesfeld.

Una docena de camareros servían grandes cantidades de cerdo frito en mesas que instalaron improvisadamente en el patio de este establecimiento de la avenida Dátil, un bulevar hace mucho adornado con palmeras datileras.

Unos pocos de esos árboles quedan allí, agonizantes, como recordatorio del pasado más próspero que gozó la denominada Ciudad de la Independencia, en la que ex esclavos de la antigua colonia francesa constituyeron hace 200 años la primera república negra de la historia mundial.

El sábado, soldados franceses patrullaron la polvorienta avenida a pie y en vehículos artillados. Esta es la tercera vez en un siglo en que tropas extranjeras intervienen en el país.

Ese día, Ches Frantz sirvió al menos 100 comidas, pero el lunes volvieron a cocinar un puñado de platillos de pescado o carne de cabra. El establecimiento ha perdido dinero en los últimos ocho meses, dijo la esposa de Thiesfeld, Mona.

”Las cosas no cambiarán mañana, ni de inmediato”, agregó luego de servir las mesas, con la mirada perdida en la avenida Dátil.

Docenas de niños y niñas hambrientos merodeaban la entrada del restaurante.

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