NO HAY LEY QUE DIGA QUE LA GENTE TIENE QUE SUFRIR

El mundo actual está enfrentando problemas sin precedentes entre los que sobresalen la crisis financiera y la ecológica. Y es cada día más evidente que sin una solidaridad a escala global y sin empeñarnos en una coexistencia pacífica con la sociedad humana y el sistema de vida que la sustenta, nuestro futuro está amenazado.

«Los derechos humanos son la esencia de la razón y de los valores espirituales que caracterizan a la humanidad, la manifestación de las más nobles cualidades del ser humano.» Estas son las profundas palabras de Austregésilo de Ataide, presidente de la Academia Brasileña de Letras, uno de los más activos participantes en el proceso de elaboración de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Los principios expresados en esa declaración, adoptada hace 60 años, han sido desde entonces codificados en la forma de varios instrumentos internacionales de defensa de los derechos humanos y han sido ulteriormente consagrados en la constitución de muchos países. La Declaración Universal representa un poderoso faro en la lucha de la humanidad por los derechos de todos sus componentes.

Sin embargo, en muchos lugares del mundo hay numerosas personas privadas de sus derechos básicos y de sus libertades que se debaten bajo las botas de la opresión. Asimismo, los conflictos armados en varias regiones, la pobreza extrema y la escasez de alimentos, de agua potable y de atención médica cobran aproximadamente 24.000 vidas cada día.

En la tradición de Asia oriental, el 60º. cumpleaños de una persona significa la finalización de un ciclo y una oportunidad para reflexionar y evaluar la propia trayectoria vital. Lo que ahora importa es acrecentar la conciencia sobre los derechos humanos para retornar al espíritu de la Declaración Universal. Y también necesitamos asegurar que los derechos humanos estén centrados en el marco normativo bajo el cual opera la humanidad en este siglo XXI.

La esencia de la Declaración Universal consiste en una «primera generación de derechos humanos» que esencialmente están vinculados a la esfera civil y política y a una segunda generación de derechos relacionados con lo económico-social. Desde que la declaración fue promulgada y con el logro de la independencia por parte de varios países de África y Asia en la segunda mitad del siglo XX, se ha dado una atención cada vez mayor a una tercera generación, los llamados derechos a la solidaridad, que incluyen el desarrollo, un ambiente seguro y saludable, la paz y el acceso a la herencia común de toda la humanidad.

Si revisamos la historia de los derechos humanos surgen patentes dos tendencias.

La primera parte de un enfoque reactivo dirigido a proteger a las personas de los abusos contra sus derechos y se extiende a un enfoque proactivo orientado a lograr una mejor vida y una mejor sociedad. La segunda tendencia parte de un enfoque centrado en los derechos de los individuos aisladamente y adopta una visión más amplia e inclusiva de la solidaridad humana y de la coexistencia creativa con el ambiente.

En el fondo, la promesa de plena vigencia de los derechos humanos sólo puede ser cumplida a través del desarrollo de una rica espiritualidad arraigada en el respeto por las vidas de los demás y en una sincera preocupación por el ambiente natural.

De acuerdo con la interpretación budista de la interdependencia nada en el mundo puede existir en el aislamiento. Existimos dentro de una red de relaciones que se sostienen mutuamente. En cierto sentido, la humanidad es una familia interconectada a través del «océano de la vida» que no es otra cosa que el planeta Tierra. Toda tentativa de construir una felicidad personal o de hacer florecer a una sociedad a costas del sufrimiento de otras no puede, a largo plazo, tener éxito.

Hace más de 100 años, el primer presidente de la Soka Gakkai (Sociedad Educacional para la Creación de Valor), Tsunesaburo Makiguchi (1871-1944) , quien fue encarcelado por su oposición al régimen militarista japonés y murió en prisión-, investigó el desarrollo de la sociedad internacional y abogó para que el mundo abandonara la competición militar, política y económica e iniciara una era de «competición humana». Ello debe ser entendido como un llamado a cambiar nuestro sentido de los valores y a esforzarse para lograr el bienestar y la felicidad tanto de uno mismo como de los demás.

Rosa Parks, la madre de los derechos humanos en Estados Unidos, habló una vez sobre el consejo que recibió de su madre: «Ella me enseñó el valor del auto-respeto. También me dijo que no hay ley que diga que la gente tiene que sufrir.» Parks subrayó que es importante no sólo respetar a los demás sino también ser el tipo de persona que los otros respetan.

Contribuir con los demás, trabajar por el bien de otros, no es una cuestión de deber. Tampoco es una simple cuestión de moralidad. Es el más alto pináculo de nuestras vidas como seres humanos. Como lo confirman ampliamente las madres que en todo el mundo dan una contribución preciosa a la vida, ser capaz de contribuir a la felicidad de los demás es, por cierto, un derecho humano. Este es el camino hacia el florecimiento del insondable mundo del corazón humano. (FIN/COPYRIGHT IPS)

(*) Daisaku Ikeda, filósofo y Presidente de la asociación budista Soka Gakkai Internacional (SGI) (www.sgi.org).

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