IRÁN: El atolladero de Ahmadineyad

Al iniciar su segunda presidencia, el iraní Mahmoud Ahmadineyad enfrenta desafíos mucho más severos que cualquiera de sus predecesores con dos mandatos consecutivos.

De hecho, pese al proclamado apoyo de 24 millones de iraníes en las urnas, su gobierno es, por lejos, el más débil de los posteriores a la Revolución Islámica de 1979.

Paradójicamente, es esta posición debilitada la que lo vuelve propenso a gobernar en una constante agitación y confrontación.

Tras su investidura, el 5 de este mes, Ahmadineyad afronta varios obstáculos. Entre ellos figura la abierta hostilidad que le profesa un gran sector de la elite de su país, a la que el ayatolá Ali Jamenei —líder supremo de la República Islámica— definió como "indignada y herida".

También están las críticas recurrentes a sus designaciones y políticas desde dentro de filas conservadoras, la continua desobediencia civil, un estado de ánimo público que ha pasado de desatento y apolítico a comprometido y enojado, un descontento generalizado entre los miembros del clero y un entorno internacional mucho más hostil.
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Todo esto se suma a las serias tribulaciones económicas que Ahmadineyad no fue capaz de abordar durante su primer gobierno (2005-2009), como había prometido hacerlo en su campaña electoral.

Antes de los comicios del 12 de junio, Ahmadineyad intentó gravar la venta de bienes con un impuesto al valor agregado (IVA), e introducir leyes para actualizar el inflado sistema de subsidios de Irán, reemplazándolo por subvenciones en efectivo, más dirigidas a los estratos más pobres de la sociedad.

Estas medidas, más incrementos graduales en los precios de los servicios básicos y del combustible, buscaban reducir la carga fiscal del gobierno.

Pero los comerciantes se resistieron a aplicar el IVA. El Plan de Transformación Económica de Ahmadineyad también fue rotundamente rechazado antes de la campaña, mientras el parlamento, controlado por los conservadores y preocupado por el impacto inflacionario de la legislación, optó por demorar el debate hasta que hubieran pasado las elecciones.

La crisis política que siguió hizo a un lado las preocupaciones económicas y volvió a colocar en el primer plano toda una serie de cuestiones de derechos civiles y políticos que habían adquirido un carácter protagónico en el gobierno del presidente reformista Mohammad Jatami (1997-2005).

Ahora, Ahmadineyad puede dedicarse a su agenda económica al tiempo que intenta reducir las tensiones políticas que generó su reelección.

Esto conllevará un esfuerzo coordinado con otros centros de poder, entre ellos la oficina del líder supremo y el Poder Judicial, para abordar algunas de las serias violaciones cometidas contra los derechos de los ciudadanos. Y también para hallar a los responsables, además de implementar mecanismos que garanticen que no se repetirán.

Pero la personalidad de Ahmadineyad y la perspectiva persecutoria en materia de seguridad de los círculos que lo rodean vuelven improbable que elija esa ruta, por temor a que cualquier señal de debilidad sólo empeore su ya difícil situación.

La decisión de ejecutar un juicio masivo contra ex funcionarios disidentes sin las mínimas garantías del debido proceso ya es una señal de que no se adoptará un enfoque conciliador.

En cuanto a la política exterior, es probable que Ahmadineyad considere que, contra las turbulencias sin precedentes que enfrenta su país, la mejor defensa es un fuerte ataque.

Como reacción, los intentos de influenciarlo, controlarlo o desplazarlo surgirán de todos los rincones del espectro político iraní, volviendo aún más caprichoso su ya errático estilo de gobierno.

Por primera vez en la historia de esta República Islámica, un presidente se enfrenta simultáneamente a protestas populares y grietas sin precedentes en la cúpula del aparato político del país, que no muestran ninguna señal de remitir.

Las persistentes movilizaciones sociales probablemente harán que las fisuras en el gobierno sean aún más difíciles de manejar, a causa de la intensidad de las presiones de opositores e incluso de fervientes partidarios.

Quienes apoyan a Ahmadineyad reclaman que algunas de las figuras de más renombre en Irán —entre ellas el ex candidato presidencial Mir Hossein Mousavi y los ex presidentes Jatami y Akbar Hashemi Rafsanyani (1989-1997)— sean llevados a juicio por conspirar con potencias extranjeras para provocar una "revolución de terciopelo" contra la República Islámica.

Los detractores del mandatario han pasado del enojo ante las denuncias de fraude electoral a una indignación aún más visceral por la dura represión contra los manifestantes, las torturas y muertes en prisiones por las que nadie se hace responsable.

La estrategia de este movimiento opositor busca poner fin al uso arbitrario de los muchos instrumentos de represión que operan en Irán.

Ahmadineyad, de línea dura, nunca fue muy popular ni siquiera entre los conservadores, pero hechos recientes han elevado la preocupación entre ellos sobre su capacidad de manejar la ola de protestas hasta que se aplaque.

Existen preocupaciones similares en relación al ayatolá Jamenei, cuyo ferviente apoyo a Ahmadineyad lo ha transformado, ante los ojos del público, en el origen real de la represión. Sin embargo, es el presidente quien en última instancia debe hacerse cargo de las críticas sobre cómo se confrontan las protestas, se trata a los prisioneros y se honran los derechos civiles.

En cualquier caso, él es un blanco mucho más fácil de atacar sin correr el riesgo de cuestionar los cimientos de la República Islámica.

Al intentar aplacar la ira popular contra su gobierno, la primera tarea de Ahmadineyad será seleccionar un equipo que pueda concebir y acordar una estrategia para hacer frente a la situación.

Y ésta puede ser una tarea ardua, dado que una de las debilidades del mandatario siempre fue su incapacidad de trabajar con personas ajenas a su círculo íntimo.

Durante su primera presidencia pasó casi nueve meses intentando conseguir la aprobación para varios ministros. Y para el fin de ese primer mandato, casi la mitad de su gabinete había sido destituido o había renunciado.

Ahmadineyad también cambió en varias oportunidades a los titulares de instituciones como el Banco Central, y al final llegó incluso enfrentar a sus ministros de la cartera de Inteligencia y la de Cultura y Orientación Islámica.

Es por esto que, en sendas cartas, dos importantes organizaciones conservadoras —Seguidores del Imán y la Sociedad de Ingenieros Islámicos— emitieron duras advertencias a Ahmadineyad por su obstinación, por no escuchar a nadie y por delirar a propósito del alcance y la profundidad del apoyo que ha recibido.

En las misivas le pidieron que evite "confrontar al clero" y que confíe en los puntos de vista del parlamento y de Jamenei a la hora de nombrar a su gabinete.

Las opciones de Ahmadineyad son limitadas. Puede reconocer que su presidencia es débil, supervisar un gabinete cuyos ministros estén en posición de discutir sus políticas y liderar un gobierno que vive un conflicto interno.

O puede intentar recuperar la iniciativa combatiendo a casi todas las fuerzas políticas existentes en el país. En ese caso, su conducta causará el disgusto de muchos que, por razones ideológicas o por temor al movimiento reformista, terminaron votándolo.

* Farideh Farhi es experta de la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad de Hawai en Manoa.

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