EDUCACIÓN PARA UN MUNDO MEJOR

Los rostros sonrientes y las risas jubilosas de los niños son la medida auténtica de cuán pacífica y saludable es una sociedad, algo que los índices estadísticos no alcanzan a medir.

En 1996, visité Costa Rica para concurrir a la inauguración de la exposición del movimiento budista SGI sobre “Armas nucleares: Una amenaza para la humanidad”, que se presentaba en la capital, San José y contó con la asistencia del presidente José María Figueres y del ex presidente Oscar Arias.

La muestra fue albergada en un espacio contiguo al Museo de los Niños, y, durante toda la ceremonia, pudimos escuchar las alegres voces de los pequeños que jugaban y reían. El tabique que separaba ambos locales no llegaba hasta el techo, de modo que el alboroto infantil resonaba claramente por todo el salón. Cuando llegó el momento de dirigirme al público, los organizadores de la ceremonia comenzaron a mostrarse preocupados, pues los niños se asomaban por entre las mamparas. Sin embargo, mi corazón se llenó de alegría, y sostuve: “Las voces llenas de vida y alborozo de estos niños son sin la menor duda la representación de la paz. ¡Esta es la clave para vencer la amenaza de las armas nucleares! ¡Es aquí donde reside la esperanza!”.

El edificio que nos hospedaba se había utilizado antes como penitenciaría, pero lo habían convertido en un centro dedicado a la ciencia y la cultura. Este hecho trajo a mi memoria palabras de Victor Hugo, quien aseguraba que cuando se abrían las puertas de una escuela, se cerraban las de una prisión.

Nadie es malo naturalmente; todos llevamos las simientes del bien en nuestro interior. La labor de nutrir esas semillas y hacerlas germinar es el propósito de la educación.

La educación no consiste solo en la transmisión de conocimientos ni en el simple desarrollo de aptitudes específicas. La verdadera educación tiene por objeto la formación integral de un individuo, lo que implica también el desarrollo de su carácter y de su intelecto; se trata de la grandiosa empresa de transferir la plenitud de la condición humana desde el pasado hacia el futuro, y de asegurar su desarrollo.

John Dewey, el adelantado pedagogo norteamericano, afirmó una vez: “Todos los estudios están supeditados al crecimiento de los niños… El objetivo no es el conocimiento ni la información, sino la realización personal”.

Los niños necesitan creer en su propio potencial para poder levantar el vuelo por el ilimitado cielo con sentido de misión en la vida. Y deben recibir no solo el apoyo de la escuela y el hogar, sino de su comunidad y de la sociedad toda. Basado en esa convicción, con frecuencia he propuesto una reorientación de los valores: descartar la idea de que la educación debe subordinarse a las necesidades sociales y adoptar el principio de que la sociedad debe dedicarse a la causa de la educación.

Pertenezco a una generación que experimentó directamente los horrores de una educación orientada por objetivos falsos. Cuando era joven, los militaristas que controlaban Japón buscaban por todos los medios inculcar, no solo en las escuelas, sino en cualquier otro ámbito, la idea de que ofrecer la propia vida por el bien del Estado era el camino supremo de la existencia. A mis trece años, intenté incluso enrolarme en la Aviación Naval, como lo hicieron muchos de mis amigos. Pero mi padre, que ya había visto a mis cuatro hermanos mayores partir al frente, se opuso con tanta vehemencia que tuve que renunciar a ese propósito. Incontables jóvenes perdieron su preciosa vida, sacrificados a causa de un sistema educativo que otorgaba prioridad absoluta al Estado.

Mis esfuerzos para crear oportunidades educativas sólidamente centradas en la felicidad de los niños se originan en aquella experiencia. Lamentablemente, el sistema pedagógico japonés de posguerra se dedicó mayormente a adiestrar a los individuos en función del crecimiento económico. Ese proceso –que somete a los alumnos a un sistema educativo al servicio del Estado y los convierte en simples medios para sus objetivos­ es absolutamente inaceptable. Debemos, por el contrario, basar la educación en el respeto por la vida y la filosofía humanas, y comprometernos a jamás construir la propia felicidad a expensas del sufrimiento de otros.

Cuando se pierde la conciencia de la interrelación e inseparabilidad entre nuestra propia vida y la de los demás –la de cualquier entidad viviente–, surge inevitablemente el egoísmo que provoca desigualdades sociales y genera los procesos de destrucción ambiental.

Existen numerosos proyectos educativos que buscan concienciar a la gente acerca de nuestra interrelación. Por ejemplo, como parte del Decenio de las Naciones Unidas de la Educación para el Desarrollo Sostenible (DEDS) (2005-2014), se están llevando a cabo iniciativas para alentar a los jóvenes a salir de las aulas e interaccionar con gente fuera del ámbito escolar. Dicha labor, que incluye proyectos artísticos comunitarios y la revitalización de espacios públicos, permite a los niños y jóvenes experimentar su conexión con el mundo que los rodea y desarrollar una rica capacidad de empatía. .

En su condición de organización social civil y proponente del DEDS, la SGI está embarcada en actividades destinadas a despertar la conciencia ciudadana y a promover el Decenio. La formación de un ámbito educativo que transmita el espíritu de empatía hacia los demás y hacia el mundo natural sería el mayor tesoro que los adultos podrían entregar a las generaciones futuras.

Una firme base espiritual es la clave para construir una cultura de paz imperecedera. Si florece la educación, prosperará la sociedad, y avanzará la humanidad.

La educación no está fuera de nuestro alcance: nuestras escuelas, hogares y comunidades brindan infinitas oportunidades para fortalecer nuestra común capacidad de aprender y enseñar.

La creatividad inherente de la vida surge en plenitud cuando actuamos para el bien del prójimo y contribuimos con la sociedad, esforzándonos por aprender y realizar acciones significativas. Todos poseemos el potencial para ser cada vez más sabios y fuertes; para hacer que surja el brillo que existe en las profundidades de la vida. De cada uno de nosotros depende dar prueba fehaciente de esa verdad. (FIN/COPYRIGHT IPS)

(*) Daisaku Ikeda, filósofo japonés, presidente del movimiento budista Soka Gakkai Internacional (www.sgi.org) y fundador de la Universidad Soka y de la Universidad Soka de los Estados Unidos.

Archivado en:

Compartir

Facebook
Twitter
LinkedIn

Este informe incluye imágenes de calidad que pueden ser bajadas e impresas. Copyright IPS, estas imágenes sólo pueden ser impresas junto con este informe