EL LADO BUENO DE LA GLOBALIZACIÓN

¿Es la globalización, que está influyendo sobre nuestras sociedades nos guste o no, una amenaza para la identidad? Si fuéramos a creer en todo lo que oímos, los vientos de la globalización están causando estragos por todos lados, destruyendo identidades y culturas que durante siglos han determinado las relaciones humanas y llevándose por delante todos los valores y las costumbres locales.

De acuerdo con este punto de vista, la globalización es una suerte de homogenización que está debilitando nuestras fuerzas y llevándonos a la decadencia. Hay una cantidad de ejemplos para ilustrar este extendido enfoque. Gracias al espectacular desarrollo de los transportes y de las tecnologías de la información nuestro planeta se ha convertido en una gran aldea cuyos habitantes están desarrollando cada vez más estilos de vida y pautas de consumo similares. En París, Brasilia, Shangai o Montreal las mismas cadenas de restoranes y de vestimenta están invadiendo los distritos comerciales, las mismas películas están inundando loa cinematógrafos y la misma música se ha apoderado de las radios.

Esta globalización, a menudo vista como una penetrante fuerza homogeneizadora que amenaza la enorme diversidad de identidades que tanto contribuye al mundo en el que vivimos, parecería estar provocando una súbita reafirmación de identidad como una reacción contra lo que se percibe como la dominación de una cultura sobre la otra, que nos priva de lo que hace que cada uno de nosotros sea único.

¿No es el renacimiento del nacionalismo, la emergencia o resurgimiento de movimientos políticos que defienden la identidad nacional, étnica o religiosa una prueba concreta de esta reacción?

Esta es una cuestión perfectamente legítima, que tienta a interpretar estos hechos como un “choque de civilizaciones”, para citar la conocida frase de Samuel Huntington.

Pero ¿es que hay realmente un choque? ¿Pertenecen la globalización y la identidad a dos universos diametralmente opuestos? Cuando se producen nuevas tecnologías para la información, movimientos de capitales y la apertura del comercio y se extienden las cada vez más internacionalizadas cadenas de producción que van de la mano con la globalización económica, las fronteras ya no cuentan más. Por otra parte, la identidad tiene sus raíces en las localidades, en la historia, en la cultura, en los valores, en un lenguaje o en una creencia. La globalización significa movimiento, cambio perpetuo, mientras que la identidad significa raíces. La identidad es sedentaria mientras que el progreso tecnológico es nómade.

Visualizo tres vías para manejar la relación entre la globalización y las identidades.

La primera consiste en reflexionar sobre los valores globales que guían nuestras acciones, ya sea que vivamos en Ouagadougou o en Moscú. Esos valores son de tres tipos.

En primer lugar está la “solidaridad” que, en conexión con la gobernanza, significa el sentimiento compartido de pertenecer a una comunidad.

Este sentimiento, generalmente fuerte a escala local, tiende a debilitarse a medida que la entidad implicada se expande.

Está también una “creencia común”, que incluye los valores compartidos. Esta idea emergió con fuerza después de la Segunda Guerra Mundial. La adopción de la Carta de las Naciones Unidas en 1945 marcó la fundación de un sistema de valores comunes que se ha propagado desde entonces.

La difusión de los valores referidos a los derechos humanos, económicos y sociales, que según mi opinión son inseparables, es incuestionablemente uno de los éxitos más espectaculares de la globalización.

La segunda vía para dar más peso al concepto de identidad incluye la negociación de acuerdos globales específicos que permitan la expresión de las identidades. Tengo en mente, en particular, la Convención de la UNESCO sobre Diversidad Cultural de 2005, que es ahora parte integral del arsenal de normas que guían las relaciones internacionales.

La tercera vía para promover la expresión de la identidad es la de incorporar flexibilidades en las reglas que guían la globalización de modo de preservar márgenes de maniobra en casos específicos. A este respecto, la Organización Mundial del Comercio (OMC), para muchos el símbolo de la globalización, es un buen ejemplo: los acuerdos de la OMC suministran una amplia serie de flexibilidades. El Acuerdo sobre Comercio en Servicios, por ejemplo, deja a los miembros de la OMC una considerable libertad de acción. De este modo, la amplia mayoría de los miembros ha elegido no asumir compromisos en el área de los servicios culturales de manera de preservar el espacio para proteger lo que para ellos constituye un componente clave de su identidad.

Asimismo, una cantidad de miembros de la OMC apoya activamente su industria cultural y para ello puede establecer una cuota de utilización de productos con “contenido nacional” en filmes, televisión y radio y otorga exenciones o subsidios para las industrias audiovisuales.

Una globalización que respete los valores, las culturas y las numerosas historias que integran la estructura de nuestro mundo no es una utopía. Corresponde a cada uno de nosotros trabajar para el logro de ese objetivo y contribuir al desarrollo de un “proyecto de identidad”. (FIN/COPYRIGHT IPS)

(*) Pascal Lamy, Director General de la Organización Mundial del Comercio (OMC).

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