IRAQ: División cumplida

La decisión de Estados Unidos de invadir Iraq puede haber sido cuestionable, pero el aumento de tropas en 2007 funcionó, y ahora ese país de Medio Oriente se halla en la senda de la recuperación. Ese es el consenso político actual en Washington, pero totalmente alejado de la realidad, según un nuevo libro.

Sin ganas de revivir las disputas que caracterizaron la administración de George W. Bush (2001-2009), el ahora gobernante Partido Demócrata y el opositor Partido Republicano parecen haber llegado a un acuerdo tácito.

Sostienen que la estabilidad y la prosperidad en Iraq mejorarán gradualmente, o tal vez no, pero en cualquier caso los iraquíes deberán sortear sus problemas por su cuenta.

El libro "A Responsible End? The United States and the Iraqi Transition, 2005-2010" ("¿Un fin responsable? Estados Unidos y la transición iraquí", editado por Just World Books, 2010), de Reidar Visser, cuestiona ese consenso.

La evaluación de Visser es que Estados Unidos no logró "explotar una ventana real de esperanza en Iraq entre julio de 2008 y enero de 2010, especialmente debido a la ignorancia combinada de los gobiernos de Bush y de (Barack) Obama" sobre la política iraquí.
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Como consecuencia, los titubeantes progresos que se han producido en Iraq desde 2003 se están desmoronando, y se escabulle la posibilidad de ver un ambiente político no sectario y nacional.

La mayoría de los análisis en inglés sobre Iraq tienden a ver exclusivamente a través del prisma de la situación de seguridad, basándose en los números de cadáveres y de ataques suicidas, y concluyen con superficiales consejos sobre la necesidad de lograr "progresos políticos"

Pero la fortaleza del libro de Visser, que reúne y amplía sus escritos publicados entre 2005 y 2010 en sus sitios web Historiae.org y Gulf Analysis, es precisamente su exploración profunda sobre la situación política y sus ácidas conclusiones sobre qué clase de progreso es necesario para Iraq.

Visser no hace ningún intento por ocultar sus simpatías. En su opinión, cualquier solución viable deberá pasar por la centralización y tendrá que ser ampliamente nacionalista y no sectaria, arraigada en lo local y no dependiente de Irán.

A estas conclusiones llega luego de hacer una revisión de la historia de Iraq.

La mayoría de los observadores aficionados de la política iraquí, incluyendo quien esto escribe, han asumido como verdad la versión de que Iraq fue una creación artificial diseñada por Gran Bretaña luego de la Primera Guerra Mundial (1914-1918) reuniendo a tres distintas provincias otomanas, una sunita, otra chiita y otra kurda.

Según esta interpretación, el conflicto sectario está prácticamente sellado en el ADN de Iraq, y la tentación natural es buscar una solución ya sea de la mano de un hombre fuerte autoritario o a través de alguna forma de federalismo o partición siguiendo las diferencias étnicas.

En lo que quizás sea el capítulo más interesante del libro, Visser la emprende contra esta tesis de "artificialidad". Por un lado, sugiere que, aunque existe una heterogeneidad étnica y religiosa, incluso más amplia de lo que se cree, el nacionalismo iraquí ha sido un fenómeno propagado y viable desde tiempos otomanos

Hoy los observadores tienden a subestimar el nivel de fidelidad sentido por los iraquíes al Estado como tal y exageran el grado de apoyo popular a las alternativas federalistas y separatistas.

Visser critica a varias figuras públicas, particularmente al vicepresidente estadounidense Joe Biden y al escritor y diplomático Peter Galbraith, por haber propuesto "particiones suaves" de Iraq.

El autor sostiene en su libro que este error de concepto sobre el sectarismo iraquí han tenido consecuencias concretas para la política, y ha hecho que Estados Unidos dedique una excesiva atención a identificar líderes representativos de cada grupo para llevarlos "debajo de la misma tienda", estrategia que por lo general se ha hecho a expensas de una efectiva gobernanza a nivel nacional.

Visser generalmente muestra escepticismo sobre lo que él llama "fuerzas centrífugas" que proponen una mayor descentralización, como los sectores kurdos y en particular el Consejo Supremo Islámico de Iraq, partido chiita que mantiene estrechos vínculos con Teherán.

Una de las ironías de la política estadounidense, indica en su libro, es que aunque Washington frecuentemente ha expresado su preocupación sobre la influencia iraní en Bagdad, tercamente se niega a acercarse a otros grupos chiitas que se mantienen más distantes de Irán.

El más destacado de estos estaba constituido por los seguidores del clérigo Muqtada al-Sadr que, a pesar de ser descrito frecuentemente en los medios occidentales como un "representante de Irán", tenía poca relación con Teherán hasta que la hostilidad estadounidense lo empujó a la órbita de influencia iraní.

Como consecuencia de este error, Estados Unidos terminó potenciando precisamente a los chiitas pro-iraníes de los que afirmaba temer.

Visser señaló que la breve ventana de oportunidades que se abrió en 2008, cuando era posible una política no sectaria, fue obstruida definitivamente en vísperas de las elecciones de 2010.

Entonces, el candidato favorito de Estados Unidos, Ahmed Chalabi, llevó adelante una campaña contra los otrora simpatizantes del Partido Baaz, del derrocado presidente Saddam Hussein. De esta manera, acabó con las esperanzas de unidad.

"La democratización de Iraq difícilmente puede ser calificada como otra cosa que un fracaso", sostiene Visser.

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