TURQUÍA: Libia revive viejas rivalidades coloniales

La voltereta de Turquía, que aceptó sumarse a la intervención de la OTAN en Libia tras negarse obstinadamente durante dos semanas a que esa alianza militar interfiriera en asuntos árabes, no hace más que debilitar la voz de Ankara en el conflicto del país norafricano.

La Gran Asamblea Nacional (parlamento unicameral) aprobó el jueves 24 a puertas cerradas la participación turca en los planes de la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte) para aplicar la resolución 1973 del Consejo de Seguridad de la ONU, que pide establecer una zona de exclusión de vuelos sobre Libia, y otras medidas para restringir los ataques de las fuerzas de Muammar Gadafi contra los rebeldes que buscan derrocarlo.

El aporte marítimo turco, propuesto por Ankara, consistirá en cuatro fragatas, un buque de suministro y un submarino. Otros cinco países han comprometido ya un barco cada uno, por lo que la contribución de Turquía es mucho mayor. La misión naval de la OTAN, comandada por Italia, será impedir que cargamentos de armamento y municiones para el ejército libio lleguen a las costas de ese país sobre el mar Mediterráneo.

Y en otra decisión sorprendente, el viernes 25 Ankara ofreció a la OTAN su infraestructura aérea en Izmir, en el occidente del país, para alojar el cuartel general de las operaciones dedicadas a imponer la zona de exclusión de vuelos.

Varios cientos de manifestantes, la mayoría de partidos opositores y organizaciones no gubernamentales, se reunieron el jueves en las afueras del parlamento y de la sede de la embajada de Estados Unidos, gritando contra la participación turca y la presencia en la capital turca del jefe militar de la OTAN, el almirante estadounidense James Stavridis.
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El 17 de este mes el Consejo de Seguridad de la ONU (Organización de las Naciones Unidas) aprobó la resolución 1973 con 10 votos a favor y cinco abstenciones (Alemania, Brasil, China, India y Rusia) en una sesión de 55 minutos. El texto está lejos de autorizar una acción para derrocar a Gadafi, algo que China y Rusia hubieran vetado.

Desde que estalló la guerra civil en Libia, a mediados de febrero, Turquía intentó que las potencias occidentales se mantuvieran fuera del conflicto, para evitar el rechazo de la opinión pública árabe hacia Europa y Estados Unidos.

En Libia las manifestaciones civiles y pacíficas reclamando el fin de un régimen que se mantiene desde 1969 fueron repelidas con violencia. Al movimiento popular se sumó una parte del ejército con cierto poder de armamento, y los rebeldes tomaron varias ciudades, en especial la nororiental Bengasi.

Desde entonces se intensificaron los ataques de las fuerzas leales al régimen que avanzaron y recapturaron varios bastiones rebeldes, con el resultado de unos 3.000 muertos y más de 200.000 refugiados.

El primer ministro turco Recep Tayyip Erdogan había intentado evitar que el Consejo de Seguridad aprobara la intervención. "Cualquier acción militar de la OTAN en Libia será inútil y peligrosa", dijo el 14 de marzo. Y repitió la misma advertencia varias veces, reclamando un cese del fuego.

Pero la iniciativa de Francia, respaldada por Gran Bretaña, de iniciar los bombardeos sobre Libia dos días después de aprobada la resolución, parece haber influido en el cambio de estrategia del gobierno turco.

La creación de una coalición militar con unos pocos países occidentales —entre ellos Canadá, Francia y Gran Bretaña—y la decisión del presidente de Estados Unidos Barack Obama de que su país asumiera al menos temporalmente un rol vital, cambiaron la disposición de las piezas sobre el tablero.

La política exterior turca desde la guerra de Israel contra la palestina franja de Gaza, en diciembre de 2008, se centró en asumir el papel de potencia política regional en Medio Oriente, aprovechando sus relaciones privilegiadas con el mundo musulmán.

Esto implicó afectar los lazos con el Estado judío y una guerra diplomática entre los dos países, lo que a su vez elevó la popularidad de Erdogan en Medio Oriente.

La nueva agenda regional de Turquía, que algunos observadores políticos han bautizado como "neo-otomanismo", determinó una postura moderada y conciliatoria ante los hechos que se desataron en el mundo árabe a partir de diciembre de 2010, con las revoluciones en Túnez y Egipto y alzamientos populares en casi todo Medio Oriente y África del Norte.

Erdogan y el presidente turco Abdulah Gul se han dedicado con intensidad a aconsejar a los gobernantes de los países afectados, como Egipto, Libia, Bahrein y Arabia Saudita, recomendándoles moderación y reformas democráticas.

La ideología es la fachada de esa fiebre diplomática. Los intereses económicos turcos en el mundo árabe son vitales para la credibilidad del gobierno cuando faltan menos de tres meses para las próximas elecciones nacionales.

El gobernante Partido Justicia y Desarrollo (AKP) obtuvo en 2007 una victoria sin precedentes, con 47 por ciento de los votos, sobre todo por la prosperidad del país, alimentada por las exportaciones a Medio Oriente, que crecieron en 600 por ciento desde que el AKP llegó al poder en 2002, de 600 millones de dólares a 30.000 millones.

Esas exportaciones representan un tercio de las ventas turcas al exterior. Sólo en Libia, Turquía tiene inversiones directas que superan los 15.000 millones de dólares.

Es fácil entonces comprender la ansiedad de Ankara por la aplicación de la resolución del Consejo de Seguridad. Turquía, el único país musulmán de la OTAN, no quiere ser percibido asumiendo un papel imperialista en Medio Oriente, una región que fue parte del Imperio Otomano durante casi 500 años, hasta 1918.

Por otra parte, Turquía no puede imponer su "pax otomana" siendo un mero espectador de los acontecimientos regionales. Una presencia activa en las operaciones de la OTAN le da a Ankara acceso a información de inteligencia local y a las intenciones y al proceso de toma de decisiones de la Alianza.

Al hablar el jueves por la noche en Estambul, Erdogan cuestionó los motivos de la precipitada alianza franco-británica y advirtió que sería intolerable la imposición de la exclusión aérea o cualquier otra acción militar que tenga por objetivo apropiarse de los recursos naturales de Libia.

"Deseo que aquellos que solo ven petróleo, minas de oro y tesoros subterráneos cuando miran en esa dirección, puedan a partir de ahora ver la región a través de los cristales de la conciencia", dijo Erdogan, visiblemente irritado por la alusión a una moderna "cruzada" que había hecho el canciller francés Alain Juppé.

Francia ha sido un firme opositor al ingreso de Turquía a la Unión Europea, creando sucesivas tensiones entre los dos países. El presidente francés Nicolas Sarkozy no invitó a las autoridades turcas a la conferencia celebrada el 19 de este mes en París para implementar la resolución 1973.

La estrategia turca, sin embargo, es a dos flancos. Por una parte, apela a los sentimientos antioccidentales de su población conservadora y del público árabe, atendiendo las necesidades de la campaña electoral y de una imagen de democracia musulmana modélica, que busca proyectar en la región.

Al mismo tiempo, quiere ser parte del club de los poderosos para reforzar su nueva identidad de agente catalizador en Medio Oriente. Su continuo despliegue para ganarse conciencias y corazones allí puede haber sido el motivo que empujó la intervención franco-británica en una carrera para ganar posiciones en un nuevo mundo árabe que está aún por configurarse.

Gran Bretaña, Francia e Italia –que después de 1918 reemplazó como potencia colonial a los otomanos— ven ahora aparentemente una oportunidad para regresar. La cuestión es si lo harán portando armas o ramas de olivo.

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