Los Horrores del Mundo Moral

Ya se sabe que las épocas turbulentas generan pasiones que no suelen ser turbulentas. En medio de esas alteraciones, disputas y luchas por la preeminencia individual o la subsistencia de un status, la posible focalización del interés público en una determinada coyuntura social o política tiende a propiciar que afloren, con mayor intensidad de lo habitual, las miserias humanas.

Una de las más comunes manifestaciones de esas actitudes es la búsqueda de protagonismo y hasta de soñadas dosis de poder y, con ellas, que los individuos traten de colocarse lo más cerca posible de ese reflector alimentado por la energía de la turbulencia, pretendiendo adquirir una corporeidad con la cual jamás habrían podido soñar en épocas y sociedades normales. O, cuando menos, que tales personajes se aprovechan de las circunstancias que, en la atmósfera turbia del temporal, les permiten detentar una cercanía a la luz que en otras condiciones jamás tendrían, una posición desde la cual se erigen fiscales, aunque solo sea para crear sombras sobre quienes tienen mayor posibilidad de brillar.

Una de las estrategias más lamentables y socialmente más miserables que suelen practicar esos personajes es la de azuzar el odio desde una supuesta o pretendida pureza propia; la de reclamarle a los otros lo que el reclamante, en igual posición o disyuntiva, jamás se habría atrevido a poner en práctica. Por lo demás, no importa que la denigración sea falsa, injusta, traída por los pelos: lo importante es que la acusación salga al ruedo y circule, generando cuando menos sospecha sobre el denigrado y, de paso –algo muy ansiado- resalte la supuesta integridad del denigrante.

Los cubanos sabemos mucho de estas artes mezquinas. Una de nuestras historias de odio y envidia más ejemplares ocurrió cuando apenas comenzábamos a ser cubanos. Su clímax se produjo entre los meses finales de 1836 y los primeros días de 1837 (lo cual, para una nación tan joven, constituye muestra de una larga práctica histórica), cuando el poeta romántico José María Heredia, desterrado en México por sus ideas independentistas, pidió un permiso a las autoridades coloniales para realizar la que sería su última visita a Cuba, deseoso de ver a su madre antes de morir. Fue entonces cuando el gran mecenas pero mediocre poeta Domingo del Monte, con quien Heredia había compartido una cercana amistad en los días de la juventud, luego de un fugaz encuentro, se negó a entrevistarse con el bardo llegado del exilio. En una carta enviada a otro de los poetas menores de aquel tiempo, del Monte exponía las razones de su distanciamiento respecto a Heredia, y con toda intención las revestía de consideraciones de carácter político: nunca, expresaba el muy acaudalado del Monte, Heredia debió haberse rebajado a pedir una autorización al gobierno colonial para visitar a Cuba. "…Vino a La Habana [decía en aquella misiva] solicitando antes permiso […] por medio de una carta […] que no me gustó ni ha gustado a ninguna persona de delicadeza; [Con tal acto de sumisión, Heredia] Perdió un prestigio inmenso poético-patriótico, tanto que la juventud esquivaba el verle y tratarle. Él, sin embargo, dice y cree que no ha cometido ninguna acción villana que lo rebaje, y extraña que se lo juzgue con tanta severidad."

Como muchas veces suele ocurrir, el en apariencia vertical Domingo del Monte sería el mismo que unos pocos años después de haber escrito estas cartas, temeroso ante el rumbo tomado por los acontecimientos en Cuba, se vería envuelto en la denuncia de la existencia de un complot inglés para promover la independencia. Según algunos historiadores, su delación (que parece no haber sido la primera) dio lugar a la llamada Conspiración de la Escalera, que costó la vida a cientos de negros cubanos, presuntos confabulados, cruelmente reprimidos. Mientras la isla se removía con ejecuciones y encarcelamientos, del Monte huyó a Europa, a pesar de que nunca fue formalmente acusado como conspirador y de que, en varias ocasiones, se manifestó públicamente contrario a cualquier intento independentista. En Europa vivió como un príncipe, hasta el fin de sus días.

En realidad, detrás de aquellas palabras y actitudes de del Monte se escondían dos poderosas y muy mezquinas razones: la primera, la más peligrosa, era que precisamente Heredia conocía de los pasados devaneos y oportunismos políticos del ahora gran mecenas de la literatura cubana, una historia que provenía de los días lejanos en que Heredia se había enrolado en una conspiración independentista y del Monte –descubierto aquel complot, ese sí real- se había esfumado del mundo civilizado para ir a esperar el paso de la tormenta en un pueblo todavía hoy remoto, en el casi despoblado confín occidental de la isla. La razón de su actitud de 1836, obviamente, implicaba una estrategia de ocultamiento de pecados propios a través de la exhibición lacerante de posibles deslices ajenos, criticados con acritud en misivas y charlas que, él bien lo sabía, trascenderían al espacio público.

La segunda razón es que José María Heredia era considerado por entonces la más importante voz lírica de Cuba, una de las más notables de América y del ámbito de la lengua española, mientras del Monte solo había llegado a ser un pergeñador de versos mediocres. Esta otra motivación, en aquella época y todavía hoy, se llama envidia y se manifiesta a través del odio y sus múltiples explosiones encaminadas a escamotear la grandeza a la que resulta imposible aspirar por méritos propios: un sentimiento que germina silvestre en los mundillos culturales. Y con especial fertilidad en los cubanos, donde resulta más fácil hallar vituperios que elogios. Dentro y fuera de la isla.

Si me detengo en una historia lejana en el tiempo, propia de unas circunstancias ya inexistentes en sus detalles, es porque su contenido humano tiene no solo un carácter ejemplar, sino, sobre todo, permanente. Más aun: espantosamente actual.
La estrategia de atacar “al otro” para, con esa cortina de humo, ocultar biografías bochornosas, miedos vividos, valentías nunca mostradas, participaciones que luego resultan molestas dentro de la nueva biografía re-creada, ha sido una práctica a la que han acudido personajillos de las más diversas filiaciones políticas y cataduras morales. El recurso de esgrimir purezas ideológicas, supurar odios viscerales como si se tratase de urgentes actos de justicia, y vomitar toneladas de envidia por el éxito del otro, por la actitud más limpia, por la consecuencia y el valor del riesgo y el sostenimiento de la verdad (siempre del otro), forman parte de una realidad con demasiados representantes dentro y fuera de la isla, profesionales del odio y el ataque artero, al estilo delmontino. Personajes hoy muy abundantes, especializados en el ataque, la difamación y la creación de rumores.

La “democratización” que ha propiciado la Internet, con los sitios webs y los blogs, ha permitido el florecimiento de una plaga de estos individuos. Cierto es que estos medios, en efecto más democráticos por su accesibilidad (acceso más que complicado y nada democrático dentro de la isla), han propiciado una vía de expresión a personas honestas y valientes que, incluso, en ocasiones han puesto muchas cosas en riesgo por expresar sus opiniones. Pero también es innegable la abundancia de oportunistas de toda laya que, gozando de disímiles protecciones (incluso de grupos de poder), o escondiendo la propia identidad tras seudónimos, se dedican a la denigración de quienes, con su trabajo y obra se les oponen, molestan o ponen en evidencia. O simplemente a aquellos a los que envidian y, peor aun, odian, por razones similares a las que movieron, en su momento, a Domingo del Monte.

Por eso, creo que no debe resultar extraño que en su célebre “Himno del desterrado”, poema que por sí solo bastaría para inmortalizar a su autor, José María Heredia haya debido exclamar, pensando en el destino de su patria y, seguramente, en las actitudes de algunos de sus compatriotas –de ayer y hasta de hoy:

¡Dulce Cuba! ¡en tu seno se miran
En su grado más alto y profundo,
La belleza del físico mundo,
Los horrores del mundo moral!

(FIN/COPYRIGHT IPS)

(*) Leonardo Padura Fuentes, escritor y periodista cubano. Sus novelas han sido traducidas a más de quince idiomas y su más reciente obra, El hombre que amaba a los perros, tiene como personajes centrales a León Trotski y su asesino, Ramón Mercader.

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