COLUMNA: Escraches, nazismo y democracia

La desmesura domina crecientemente las actitudes y opiniones políticas en España y con frecuencia, como si se tratase de un gen nacional, aparece en los comportamientos sociales.

Existen en España sobrados motivos para la indignación y aun para la ira, como en el caso de los inversores estafados o los desahuciados de sus viviendas. Pero es necesario hacer un esfuerzo para identificar las líneas rojas de la protesta como de la represión, más allá de las cuales se adivina la escalada irracional de la violencia.

El debate sobre la legitimidad democrática o no de ciertas formas de violencia que pudiéramos llamar suaves y sin derramamiento de sangre, ha surgido con fuerza con motivo de los escraches.

Se trata de una práctica injusta y también peligrosa, como ha advertido el ex primer ministro Felipe González. Así es porque asistimos a una escalada entre quienes pretenden demostrar la legitimidad democrática de los acosos a políticos del gobernante Partido Popular (PP) y quienes buscan descalificarlos con argumentos preocupantemente antidemocráticos.

Estoy de acuerdo con quienes advierten que lo singular de los escraches es que, al producirse ante los domicilios (y las familias) de representantes de un partido concreto, ejercen una presión injusta y de fuerte poder intimidatorio.

Que los hijos de los señalados tengan que escuchar los gritos que califican de asesinos o criminales a sus padres no puede ser una acción política amparada por la libertad de expresión.

Quienes justifican los escraches alegan que son los políticos, al no resolver el problema social de los desahucios, quienes no dejan otra alternativa para hacerse oír. Sostienen que el escrache es la reacción airada de un sector a la incapacidad mostrada por los representantes del pueblo para legislar conforme a la voluntad de los ciudadanos.

Planteado el problema y la necesidad de resolverlo, ¿qué hace el gobierno? Ignora el parecer mayoritario de las encuestas y el rechazo de muchos jueces y magistrados, y convierte en papel mojado el casi millón y medio de firmas de la Iniciativa Legal Popular (ILP), que solicitó la dación en pago retroactiva de las viviendas, la paralización de los desahucios y la aprobación del alquiler social.

Es cierto el sentimiento de indefensión y desesperación de quienes son forzados a abandonar sus viviendas (115 al día).

Cierta es también la parte de responsabilidad que en esas situaciones incumbe a los bancos que concedieron hipotecas con cláusulas abusivas y con valoraciones infladas.

La dación en pago debería ser consustancial a la naturaleza jurídica del contrato hipotecario, pues es el propio bien hipotecado la garantía del crédito. Si el banco, a través de una tasadora propia o afín, ha valorado el inmueble en una cantidad superior a su valor real, es su error (o su engaño) y su problema.

Y si involucra como garantías otros bienes y patrimonios, entonces es que está desvirtuando la naturaleza del contrato hipotecario, a mi juicio de una manera injusta y para obtener más beneficios. Nos habríamos ahorrado todos el factor burbuja inmobiliaria de esta pavorosa crisis, si la dación en pago hubiese sido preceptiva y obligada. Habría impedido los desmanes de constructores y bancos.

No menos cierta, además de explicable, es la impotencia al ver cómo una acción tan cívica y democrática como la ILP, suscrita por 1.402.854 ciudadanos, es menospreciada e ignorada por el grupo parlamentario que tiene la mayoría absoluta.

La insensibilidad de los partidos, antes de los socialistas y ahora del PP y su gobierno, es obvio que está en la génesis del problema, como ha señalado la reciente sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea al considerar que el régimen hipotecario español es abusivo e injusto.

Todo ello presagia la continuidad del conflicto en la calle y en sede parlamentaria.

Reconocido y aceptado todo eso, que explica el apoyo ampliamente mayoritario de la sociedad española a lo que considera justa causa de los desahuciados, el escrache sigue siendo desmesura ilegítima que no tiene ni puede pretender el amparo de la ley.

Pero hay en este asunto algo que resulta preocupante: la reacción del partido de gobierno al calificar los actos de escrache como “nazis”. Y los excesos siempre son más censurables cuando son protagonizados desde el poder.

El 13 de este mes, María Dolores de Cospedal, presidenta de la comunidad autónoma de Castilla-La Mancha, tildó los escarches de “nazismo puro”. De modo imprudente, además, afirmó que esa práctica “recuerda a la España de los años 30”.

Otros dirigentes populares se sumaron a la (des)calificación. Esperanza Aguirre, presidenta de la comunidad autónoma de Madrid, afirmó que quienes se oponen al desahucio son “unos energúmenos… epígonos de las juventudes hitlerianas o las patrullas castristas en Cuba”. Otros los llamaron “imitadores del matonismo de los seguidores de ETA en el País Vasco”.

Como han señalado algunos comentaristas, la reiterada utilización del término «nazismo» por parte de miembros del PP contra los activistas de la Plataforma de los Afectados por la Hipoteca es peligroso porque banaliza lo que realmente significa el nazismo.

Equipararlos con los nazis y los colaboradores de ETA no es solo un exceso inaceptable sino también un insulto a las víctimas del nazismo y de la ETA. Y al 59 por ciento de españoles que, por aceptar los escraches, habrían de ser considerados como nazis o etarras.

Que no sea equiparable a ETA o a los nazis no convierte en democrática esa forma de acción.

Pero, ¿cómo puede ponerse al mismo nivel lo que constituye una infracción administrativa, o quizás una falta por coacciones, con el exterminio de 11 millones de personas? Un partido democrático, y más en el ejercicio del poder, no puede recurrir a tal descalificación de quienes disienten de él, sin hacer sentir un escalofrío.

* Guillermo Medina, periodista y exparlamentario español.

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