De Juan Carlos I a Felipe VI

Joaquín Roy. Crédito: Cortesía del autor

Sin apenas discusión, la abdicación del monarca español es la noticia más espectacular del nuevo siglo, e incluso del largo periodo de la renacida democracia española. La novedad de la decisión tomada es al mismo tiempo, y paradójicamente, un atisbo a la normalidad y la estabilidad.

En su entorno europeo, la abdicación se encuadra en movimientos semejantes tomados por otras casas reales (Bélgica y Holanda) al dar el paso a jóvenes generaciones al mando de la máxima representación institucional. La excepción, de momento, es la corona británica, firmemente inmutable en la cabeza de la reina Isabel.

Se puede ahora especular sobre las causas de la decisión y acerca de las consecuencias. Entre las motivaciones de la importante medida debe destacarse la aceptación de las servidumbres de la edad y las enfermedades que han estado aquejando al monarca. Todo tiene un límite y la perspectiva de “morir con las botas puestas” no siempre encaja con la elegancia que era la seña de identidad de Juan Carlos.

La abdicación merece, por tanto, respeto personal y admiración institucional. También debe destacarse la conveniencia de no arriesgarse a empeorar el deterioro de la imagen de la monarquía a causa de los escándalos de parte de su familia y de los errores de cálculo del mismo monarca.

En otro terreno, el paso adoptado es una llamada a otros sectores de la sociedad española, y sobre todo de su clase política, para que acepten la renovación, sin aferrarse a los sillones y escaños eternos.

Es una invitación a los diversos protagonistas de los partidos políticos tradicionales para que se renueven a fondo, a la vista del desastre recibido en las recientes elecciones europeas. El ascenso de formaciones alternativas, sobre todo en la izquierda, es un toque de atención que no debe desestimarse. El Rey señala nuevas sendas.

Por otra parte, las especulaciones acerca de las consecuencias de la decisión son varias y complejas. Destaca, sobre todas ellas, el potencial real de su sucesor. En primer lugar, debe señalarse que el hasta ahora príncipe Felipe es el sucesor mejor formado en toda la historia de la monarquía española.

Dominador de idiomas, educado en dos continentes, alerta sobre los temas cruciales del complicado orden mundial, Felipe VI puede encarar con plena confianza el reto del nuevo cargo.

Pero no tendrá una tarea sencilla, por dos motivos principales. El primero es la comparación con su padre y el contexto que le tocó vivir, resistir y tener éxito. Haber superado el pecado original de haber sido nombrado por el dictador Francisco Franco (1939-1975) y haber contribuido a la construcción de una nueva democracia es un registro imponente.

Felipe VI hereda un sistema estabilizado. Ahora bien, y este es el segundo motivo, no será fácil por los propios problemas internos de un Estado en un mundo convulso, preñado de peligros e incógnitas.

Si a su padre se le perdonaban algunos defectos y errores de cálculo, este privilegio no se extenderá fácilmente a su hijo. Los movimientos de la nueva familia real se verán con lupa. Si en tiempos de Juan Carlos I las perspectivas de un referendo sobre la supervivencia de la institución monárquica se evitaban con cierto escrúpulo, tal alternativa será perfectamente factible como uno de los mecanismos de cuestionamiento del orden establecido.

También se deberá prestar atención a la actitud que pueden tomar los diferentes partidos políticos. Es notorio el registro histórico consistente en que Juan Carlos I estuvo más aceptado y protegido por la izquierda (sobre todo por el Partido Socialista Obrero Español) que por la derecha (representada por el gobernante Partido Popular, y muy especialmente durante la jefatura de José María Aznar, entre 1996 y 2004).

La derecha española nunca le perdonó a Juan Carlos no haber optado por un contexto dominado por una corte. Los socialistas se sintieron más reconocidos. Este entendimiento se presenta hoy como un enigma. Nada tendrá de extrañar que los sectores escorados a la izquierda y los moderados que están siendo golpeados por la crisis cuestionen de plano la viabilidad de la monarquía.

A nivel personal del entorno familiar, es un misterio el papel que puede jugar la nueva reina Letizia. Hasta ahora ha estado neutralizada, enmudecida (castigo diabólico para una periodista televisiva) por consignas internas. Como representante de una sociedad abierta y cuestionadora de valores tradicionales, Letizia tampoco lo tendrá fácil para superar el papel jugado por la reina Sofía, una “profesional” (calificativo de su marido) sin parangón.

Joaquín Roy es catedrático Jean Monnet y director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami.   jroy@Miami.edu

 

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