Coctel de violencia política, pobreza y narco emerge en México

La escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos, de Ayotzinapa, donde cursaban los estudiantes de magisterio que fueron atacados por la policía en la ciudad de Iguala, en el estado mexicano de Guerrero, con el saldo provisional de seis muertos, 25 heridos y 43 desaparecidos. Crédito: Pepe Jiménez/IPS
La escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos, de Ayotzinapa, donde cursaban los estudiantes de magisterio que fueron atacados por la policía en la ciudad de Iguala, en el estado mexicano de Guerrero, con el saldo provisional de seis muertos, 25 heridos y 43 desaparecidos. Crédito: Pepe Jiménez/IPS

Las imágenes ocuparon las portadas de los diarios mexicanos: 61 policías estadales, semidesnudos y amarrados, permanecían hincados en la plaza principal de la localidad de Tepatepec,  en el central estado de Hidalgo, mientras los pobladores amenazaban con quemarlos vivos.

Era el 19 de febrero de 2000. El motivo de la indignación de los campesinos era la ocupación por la policía de la Normal Rural Luis Villarreal, en la localidad de El Mexe, y la detención de 176 normalistas (estudiantes de magisterio) que llevaban dos meses de paro por el anuncio del gobierno de la reducción del cupo estudiantil.

Entre aquel episodio y el del lunes 13, en el suroccidental estado de Guerrero, cuando maestros, normalistas y residentes del municipio de Ayotzinapa incendiaron el palacio de gobierno estadal, hay una larga historia de represión y criminalización de los estudiantes más pobres del país: los campesinos que se preparan para ser maestros en las comunidades más marginadas.

“Es un enojo acumulado. Durante años ha habido una campaña contra las normales rurales y un desprecio por lo que hacen. Para la mente del gobierno, son muy caras, y los normalistas siempre tienen que estar luchando por mantener sus escuelas. Y nadie dice nada porque son muchachos pobres”, dijo a IPS la investigadora Etelvina Sandoval, de la Universidad Pedagógica Nacional.[pullquote]1[/pullquote]

Guerrero es el tercer estado menos desarrollado del país y, paradójicamente, uno de los más politizados. Ha sido cuna histórica de movimientos sociales y hace cuatro décadas fue objetivo protagónico de lo que en México se conoce como “guerra sucia”, una etapa de represión militar contra movimientos opositores que dejó un número aún desconocido de muertos y desaparecidos.

También es uno de los más violentos. Y ahora está en la mira del mundo desde el 26 de septiembre, cuando policías de la ciudad de Iguala atacaron tres autobuses de estudiantes de la Normal Rural Raúl Isidro Burgos, de Ayotzinapa.

Los motivos del ataque aún son inciertos y, según lo trascendido, entregaron a un grupo de estudiantes al cartel del narcotráfico de los Beltrán Leyva.

El saldo, hasta ahora, es de seis personas muertas, 25 heridas y 43 estudiantes desaparecidos, la mayoría de  primer año.

La masacre abrió una cloaca que involucra al alcalde, José Luis Abarca, y su esposa, María de los Ángeles Pineda, ambos prófugos y que, según lo investigado, estaban en la nómina de pagos del grupo criminal.

Además, durante la búsqueda de los estudiantes se localizaron 19 fosas clandestinas hasta este jueves 16, con decenas de cadáveres, en una cifra que sube cada día.

“La violencia indiscriminada contra la población civil que tuvimos en el sexenio de Felipe Calderón (2006-2012) se está dirigiendo al movimiento social organizado con el cambio de gobierno. Lo que pasó en Iguala era cuestión de tiempo”, dijo Héctor Cerezo, integrante del Comité Cerezo, una organización especializada en documentar desapariciones forzadas y guerra sucia.

Los normalistas rurales son los estudiantes más pobres del país, que se preparan para educar a los campesinos pobres en las comunidades más marginadas, a las que los maestros urbanos no quieren ir.

Son campesinos, cuya única posibilidad de estudio son estas normales, fundadas en 1921 y que son el último reducto de educación socialista que se aplicó en México entre 1934 y 1945.

En estas escuelas, que funcionan como internados y en las que los alumnos reciben comida y una beca que va de tres a siete dólares diarios, los estudiantes mandan.

Ellos participan directamente en la toma de decisiones administrativas y han establecido redes de apoyo entre escuelas a través de la Federación de Estudiantes Campesinos Socialistas de México, la organización estudiantil más antigua del país y acusada con frecuencia de formar guerrilleros.

Por sus filas pasaron legendarios guerrilleros, como Lucio Cabañas, quien en 1967 fundó el Partido de los Pobres, y Genaro Vázquez (ambos egresados de la escuela de Ayotzinapa). También Misael Núñez Acosta, licenciado del centro de Tenería, en el estado de México, quien en 1979 fundó la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación  y fue asesinado dos años después.

“Fueron creadas para eso, para hacer trabajo político y de conciencia. Son jóvenes muy independientes (en comparación con las normales urbanas) y con una disciplina muy rígida”, explicó Sandoval, para quien las normales “han sido la piedra en el zapato de los gobiernos”.

De las 46 normales rurales originales, solo quedan 15. La mitad fueron cerradas después del movimiento estudiantil de 1968 por el entonces presidente Gustavo Díaz Ordaz.

Las que quedan libran una continua batalla desde 1999 para que no las reconviertan en escuelas técnicas. Pero los gobiernos estadales las han asfixiado económicamente, con el argumento de que en el país no se necesitan más maestros de primaria, porque la dinámica poblacional redujo la matrícula.

Como consecuencia, son recurrentes en estas escuelas los incendios u otros incidentes por la precariedad de las instalaciones. En 2008, por ejemplo, el fuego desatado por un cortocircuito en la primera escuela rural en su tipo en América Latina, la Normal Rural Vasco de Quiroga, en el noroccidental estado de Michoacán,  ocasionó la muerte de dos estudiantes.

“Lo que puedo decir es que en las zonas más alejadas hacen falta maestros. Hay comunidades que se quedan sin maestros muchos meses. En algunos lugares los cubre un ‘no maestro’ que trabaja temporalmente en las escuelas, pero sin plaza ni contrato”, afirmó Sandoval.

La masacre de los normalistas de Ayotzinapa, que ha puesto a prueba la política de derechos humanos del presidente Enrique Peña Nieto, encontró un caldo de cultivo en la tensión que provocaron los intentos de los últimos gobiernos por eliminar la escuela.

En enero de 2007, el entonces gobernador Zeferino Torreblanca intentó reducir su matrícula estudiantil y declaró que el objetivo de su gobierno era acabar con la “alumnocracia”. En noviembre de ese año, los estudiantes fueron reprimidos por los policías antimotines por manifestarse ante el Congreso legislativo estadal.

El 12 de diciembre de 2011, la policía asesinó a dos normalistas: Gabriel Echeverría de Jesús, quien estudiaba educación física, y Jorge Alexis Herrera Pino, que cursaba educación primaria.

Ambos participaban en el bloqueo de una carretera, en protesta por la reducción del presupuesto de la escuela. También fue herido gravemente Édgar David Espíritu Olmedo, mientras 24 estudiantes más resultaron heridos y golpeados.

“Ayotzinapa está de pie. Se levantó en movimiento para luchar y exigir justicia. La excelencia académica que buscamos no puede estar condicionada a la sumisión política”, afirmó entonces en un comunicado la Federación de Estudiantes Campesinos Socialistas de México.

No hubo sanción para los responsables de las muertes.

Casi tres años después, cuando se preparaban para viajar a Ciudad de México, a fin de asistir a la conmemoración del aniversario de la matanza de estudiantes en Tlatelolco, el 2 de octubre de 1968, los normalistas fueron emboscados por policías municipales y los detenidos, según las investigaciones y los testimonios, entregados a un grupo criminal para el que trabajaba el alcalde.

Hasta ahora,  43 normalistas siguen desaparecidos.

Editado por Estrella Gutiérrez

 

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