Crisis económica y vacío político, una mezcla peligrosa en Brasil

Por Fernando Cardim de Carvalho
Por Fernando Cardim de Carvalho

En enero, cuando la presidenta Dilma Rousseff inició su segundo mandato, los analistas tenían claro que la economía de Brasil estaba en malas condiciones.
A diferencia de su predecesor, Luiz Inácio Lula da Silva (2003-2011), Rousseff no tuvo la suerte de gobernar en un período económico favorable.

Y también a diferencia de Lula, Rousseff no fue una buena promotora de los productos brasileños y, menos aún, una buena conductora de la economía nacional.[pullquote]3[/pullquote]

Parece lícito pensar que la política económica, especialmente en los dos últimos años de su primer mandato, fue manejada con una visión de muy corto plazo y que, por el contrario, hubiera sido necesaria la adopción de serios ajustes para volver a poner la economía en marcha.

Es aún más llamativa la comprobación de que también la política nacional está en malas condiciones.

Tomados de sorpresa ante las revelaciones de la escandalosa corrupción en Petrobras, la gigantesca corporación petrolera nacional, las autoridades federales, comenzando por la propia Rousseff, quedaron atónitas ante la caída a plomo del respaldo de la opinión pública, perdieron por completo la capacidad de iniciativa y crearon un peligroso vacío de poder en el país.

Se trató de un vacío más que de una amenaza política porque la oposición estaba tan desorientaba como la presidenta.

La derecha política, que nunca fue un firme sostén de las instituciones, parecía más interesada en «desangrar» a la presidenta, según la declaración de uno de los líderes de la oposición, que de luchar por la hegemonía política.

Los problemas económicos fueron ciertamente empeorados por la baja calidad de la política económica durante la segunda parte de su primer cuatrienio.

La comprobación de que el «viento de cola» creado por la fuerte demanda china de materias primas había dejado de soplar, indujo al gobierno a adoptar una serie de medidas para estimular la economía que resultaron en gran parte ineficaces.

Las numerosas medidas instrumentadas fueron tomadas aisladamente, sin una estrategia de conjunto, y parecieron como regalos otorgados a diversos sectores, lo que contribuyó a la percepción popular de que la corrupción se había convertido en un sistema de gobierno.

Para enfrentar los problemas semiestructurales del tipo de cambio monetario, que afectaban la competitividad de los productos locales frente a los productos importados, así como a las exportaciones, el gobierno actuó en manera dispersa, principalmente a través de reducciones impositivas, o cambios en los tipos de interés.

Obsesionado con la producción automotriz, el gobierno quemó recursos para estimularla, solo para encontrar resistencia de otros países a  comprarla, sobre todo de Argentina.

Diversas estimaciones coinciden en señalar que muy probablemente la reducción de impuestos y otras medidas similares fueron decididas sin previo cálculo de costos, pérdida de ingresos fiscales y otras precauciones.

La política macroeconómica antirrecesiva adoptada a fines de 2008 se apoyó en gran medida en la expansión del consumo impulsada mediante el endeudamiento de las familias.

La creciente morosidad crediticia y la restricción  en los ingresos hicieron esa opción cada vez más insostenible, mientras las inversiones, públicas y privadas decepcionaron las expectativas.

Al no lograr captar los fondos para inversiones indispensables en infraestructura,  el gobierno fue extremadamente lento en diseñar una estrategia apropiada para atraer a inversores del sector privado.

Aparentemente desorientado por su propia incapacidad para hallar la salida de la crisis, el gobierno dejó de tomar decisiones que eran necesarias, por ejemplo en el caso del sector eléctrico.

La lista de errores y muestras de ineptitud es larga y bien conocida.

Rousseff, que ganó en octubre su reeleción por un escaso margen, optó por un viraje de 180 grados, al nombrar como nuevo ministro de finanzas a Joaquim Levy, un economista conservador, sorprendiendo a sus partidarios, que se veían ante la obligación de tener que defender políticas que hasta el día anterior habían atacado cuando las proponían los opositores.[related_articles]

Todo esto hubiera sido muy difícil de manejar aún sin el escándalo de Petrobras. Pero Petrobas no es solo la mayor empresa nacional, es en cierto modo un símbolo de la nacionalidad. Además, se daba por supuesto que la energía era la especialidad de Rousseff, quien fue responsable de las políticas de la empresa como ministra de Minas y Energía (2003-2005).

Un rumor cada vez más fuerte sobre un posible juicio de destitución de la presidenta la llevó a equívocas decisiones políticas, entre ellas la designación de un gabinete que es considerado de pobre calidad y a perder el apoyo del mayor aliado del gobierno, el  Partido del  Movimiento Democrático Brasileño, así como de la mayoría de su propio Partido de los Trabajadores.

El resultado de la situación política ha sido ilustrado por dos grandes manifestaciones, el 13 y el 15 de marzo.

El 13 de marzo, marcharon por las calles de las principales ciudades de Brasil los partidarios del gobierno. En sus declaraciones, la mayor parte de los líderes (Lula no participó) manifestaron un apoyo condicional a Rousseff, es decir, sujeto a que prescinda del ministro de Finanzas y que cancele las recientemente anunciadas medidas de austeridad.

El 15 de marzo, una multitud aún mayor marchó en las mismas ciudades proclamando su incondicional oposición a la presidenta.

Brasil está viviendo una situación peligrosa. Ni el gobierno ni la oposición parlamentaria están conducidos por líderes en los que el pueblo confíe.

Este cuadro político es inquietante para un país que recién ha celebrado 30 años de gobiernos civiles. Pero se sabe que cuando la economía agrega graves problemas al vacío político, es imposible no temer por el futuro.

Editado por Pablo Piacentini

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