El largo camino de una madre migrante para volver con sus hijas

Mirna Lezcano, con sus hijas, camino del punto fronterizo con Estados Unidos, en Nuevo León, acompañada de activistas de la Caravana por la Paz, la Vida y la Justicia. Crédito: Mónica González/Pie de Página
Mirna Lezcano, con sus hijas, camino del punto fronterizo con Estados Unidos, en Nuevo León, acompañada de activistas de la Caravana por la Paz, la Vida y la Justicia. Crédito: Mónica González/Pie de Página

La mujer aprieta los puños, los suelta, deja lunas rojas en la palma de su mano. Está nerviosa. No ha hablado con sus hijas, a las que no ha visto desde junio de 2013, cuando el Servicio de Inmigración y Aduanas le negó el regreso a Estados Unidos. Pero sabe que están en camino.

La mexicana Mirna Lazcano ha librado una intensa batalla legal para recuperarlas. Heidi y Michelle, sus hijas, viven con su padre en Estados Unidos, donde nacieron. Y ahora, cuando la Caravana por la Paz, la Vida y la Justicia pise el territorio estadunidense, planea pedir asilo político.

En las largas horas de espera, la mujer, originaria del estado de Puebla, recuerda el primer momento en que emigró a Estados Unidos,  después que murió su padre.

México vivía entonces, en 1994, una profunda recesión derivada de lo que se conoció como “el error de diciembre”, y que provocó una crisis económica en el resto del mundo al que se llamó “Efecto Tequila”.

Mirna y sus hermanos cruzaron la frontera sin documentos. Ella llegó a Nueva York donde conoció a Miguel, su esposo y padre de las niñas.

Mirna deseaba para sus hijas una vida más parecida a la que ella tuvo y en 2012, después de 14 años de permanecer sin documentos migratorios, regresó a Puebla.

Pero México había cambiado y su estado natal, en el centro del país, estaba entre los cinco primeros de violencia contra las mujeres. Según la diputada Violeta Lagunes desde 2013 se han cometido 204 feminicidios en Puebla, y solo este año van 23.

En 2013 Mirna quiso volver a Nueva York con sus hijas pero no le dieron permiso y tuvo que enviar a las niñas en avión, con su padre. Luego, decidió cruzar el desierto de Arizona. Pero se dio de bruces con las autoridades migratorias de Estados Unidos, que la detuvieron y encerraron en una habitación helada.

A Mirna le cuesta hablar de ese momento. Casi dos años después todavía solo recuerda los insultos, el maltrato y la sentencia que recibió: diez años sin poder viajar a Estados Unidos. Si quería ver a sus hijas, ellas debían viajar a México.

Entonces se decidió a pelear por sus derechos.

En Morelos encontró a la Caravana de activistas por la paz, que desde el 28 de marzo viaja desde Honduras y se dirige a la Asamblea General de las Naciones Unidas en Nueva York, donde culminará el día 21. La mujer se unió al grupo. Lo único que quería, les dijo, es volver con su familia.

“Voy como todas las madres buscando a nuestros hijos, mis hijas también están en la incertidumbre”, afirma. Y aclara: no quiere convertirse en estadunidense a través de las niñas, como muchos acusan a los indocumentados; solo busca la oportunidad de acompañarlas mientras se convierten en adultas.

Son las dos de la tarde del 14 de abril de 2016. Llegó la hora. Un camión se detiene frente al puente fronterizo 1 de la ciudad de Nuevo Laredo. Los caravaneros que seguirán hacia el norte bajan su equipaje, documentos migratorios y se despiden de sus compañeros.

Heidi y Michelle ya están con su madre, de quien no se separan un momento. La mujer saca unas hojas arrugadas donde escribió su mensaje al gobierno de Estados Unidos: “Mis hijas me extrañan, no son culpables de que yo sea migrante”.

No soltará el papel hasta que sea detenida por los oficiales de migración, como es su propósito.

Después de un breve mitin la caravana empieza a cruzar el puente entre los automóviles que esperan turno. Rodeada de activistas, madres de desaparecidos y agentes migratorios, Mirna Lazcano camina con sus hijas de las manos.

Se escuchan consignas: “¿Qué queremos? ¡Justicia!”, “¡No estás sola!” y “Todos somos Mirna!”.

Heidi, la mayor, se ve fuerte con su playera blanca de la Caravana y el mensaje que la inspira: “Alto a la guerra contra las drogas”. No habla con nadie, no sonríe, solo mira a su madre y hermana y a los activistas que caminan con ella.

Su hermana Michelle, en cambio, pide a fotógrafos que le muestren los retratos que toman de ella y si no le gusta dice: “otro”.

El grupo se detiene en el límite de los dos países, una línea imaginaria a la mitad del puente. Varios regresan a México. El resto, con Mirna y sus dos hijas al frente, sigue adelante.

La familia se detiene en la fila del primer puesto migratorio. Cinco minutos después, las mujeres entran a la habitación donde se interroga a los visitantes.

Mirna Lazcano, de pie junto a una puerta azul en el fondo del cuarto, espera su turno para hablar con uno de los agentes migratorios. En otro lado tres de los activistas gestionan su caso.

La puerta azul se abre y un oficial la interroga. Cuando ella le dice que pide asilo político, el rostro del agente se relaja. No parece tomarla en serio y le sugiere que se retire, pero ella lo interrumpe y nerviosa explica de nuevo su caso.

Llegan más agentes. Los activistas buscan desesperados un documento donde Juan Carlos Ruiz, “obispo de paz” como se llama y miembro de la caravana, se asume como responsable de las niñas.

El documento nunca aparece y entonces, en la misma habitación, escriben otro.

Media hora desde que la mujer pidió el asilo político, Heidi y Michelle se despiden y regresan a Estados Unidos sin su mamá. Mientras se alejan, alcanza a oírse el llanto ahogado de la menor.

En el grupo comienza la incertidumbre. Para que el plan funcione es necesario que el Servicio de Inmigración acepte su entrega, pero si Mirna solo llegó a la primera puerta donde puede ser deportada, ¿a dónde va el caso?

En la habitación nadie sabe si la mujer podrá volver con sus hijas. Al otro lado del puente, ya en territorio estadunidense, los caravaneros esperan, algunos con pesimismo.

De pronto, Marco Castillo, uno de los organizadores de la caravana, se acerca con una enorme sonrisa. “Mirna sí va a salir de este lado”, y entonces todos se contagian del entusiasmo.

Horas después, Mirna cruza el otro lado del puente fronterizo. Legalmente está en libertad condicional y confinada en su casa.

El proceso para definir su petición de asilo político puede durar hasta seis años. El camino apenas empieza. Esta vez, al lado de sus hijas.

Este artículo fue originalmente publicado en Pie de Página, un proyecto de Periodistas de a Pie financiado por Open Society Fundations. IPS-Inter Press Service tiene un acuerdo especial con Periodistas de a Pie para la difusión de sus materiales.

Revisado por Estrella Gutiérrez

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