Verdades, mentiras y desinformaciones

Foto: NothingIsEverything / Shutterstock
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Todos los seres humanos han mentido en algún momento de sus vidas. Si alguien les dice que nunca mintió, en ese preciso instante lo está haciendo. La mentira, que entenderemos como faltar a la verdad intencionadamente, parece ser característica exclusivamente humana.

De ahí que tratar de prohibirla o erradicarla responda, como decía Hannah Arendt de las ideologías totalitarias, a un intento de transformar la naturaleza del ser humano.

No todas las mentiras nos parecen iguales. Estamos dispuestos a perdonar que un médico no diga la verdad a un paciente; que unos padres no digan a su hijo que es adoptado; que un abogado exagere para lograr la exculpación de su cliente; que no se diga a una amistad lo mal que le sienta el nuevo peinado, etc.

Pero aunque podamos hacer este tipo de clasificación entre mentiras más o menos buenas, todas tienen el propósito de conseguir alguna ventaja para quien las dice.

Incluso si nos inclinamos por mentir a una amistad que nos pregunta qué tal le sienta el nuevo corte de pelo, lo hacemos tanto por evitarle el disgusto, como evitarnos decir algo desagradable, o su posible enojo.

El autor, Roberto Losada Maestre
El autor, Roberto Losada Maestre

El mentiroso obtiene una ventaja sobre aquél a quien miente, que consiste en el ocultamiento de una verdad que ese otro no posee.

Ya Platón dejaba de manifiesto que prefería a un mentiroso antes que a alguien equivocado, puesto que el embustero vale más, porque sabe lo que hace y hace lo que quiere, es decir, conoce la verdad.

Estar equivocado no es mentir y nadie está a salvo del error, como nadie está a salvo de ser engañado. Esto, dicho sea de paso, tiene un interesante corolario: se puede reducir la mentira, pero sólo al precio de incrementar la ignorancia.

Hay que añadir que, en esas mentiras que consideramos aceptables, se parte del supuesto de que quien miente sabe lo que le conviene a aquél a quien se le dice la mentira. El médico que no le dice la verdad al paciente, cree saber qué es lo que le conviene.

El mentiroso cree que no nos conviene saber la verdad. Ésta es una idea peligrosa: otro, por regla general más poderoso, sabe lo que nos conviene mejor que nosotros mismos. Puede entenderse, entonces, que el poder haya empleado con regularidad la mentira para mantenerse.

Posverdad o estupidez

Hoy se dice que atravesamos la era de la posverdad, con lo que se quiere dar a entender que interesa poco si lo que se dice es cierto. Otros autores, como Glucksmann, dirían que se trata más bien de estupidez, que consistiría en la incapacidad para mantener una relación con la verdad.

Aparentemente, vivimos rodeados de lo que se han llamado fake news o noticias falsas. Se las ha definido como mentiras que tratan de hacerse pasar, o adoptan la forma, de verdaderas piezas de información con el propósito de incrementar su capacidad de convencer.

No se trata de un fenómeno nuevo. Noticias falsas ha habido siempre. Algunas podían ser, simplemente, fruto de un error que se difundía con celeridad, sin que hubiera en su origen un intento consciente de ocultar la verdad.

Otras eran elaboradas mentiras que buscaban beneficiar a quienes las difundían a costa de quienes las creían. La invención de la imprenta favoreció la proliferación este tipo de informaciones (en Alemania, en el siglo XVI, se las llamó Flugschriften, panfletos), como hoy la digitalización de la comunicación parece haber provocado su exponencial crecimiento.

De otro lado, cuando la realidad se hace amenazadora suelen proliferar. Ripamonte, por ejemplo, cuenta cómo durante la plaga de Milán de 1630 se pensaba que la enfermedad era propagada por emisarios del demonio (el mismo Demonio había sido visto en la ciudad).

Algunos ciudadanos fueron identificados como tales y ejecutados públicamente, haciendo que las multitudes que asistían a las ejecuciones contribuyeran a aumentar el contagio.

Aunque los estudios no son concluyentes sobre el impacto que realmente tienen las fake news en nuestros días, la preocupación por su ubicuidad ha hecho que se ponga el acento, sobre todo, en los emisores o productores de las mismas.

La lucha contra ellas se centra en perseguir a quienes las crean y difunden y en evitar que proliferen. Casi nunca, si es que se ha hecho alguna vez, se hace referencia a la responsabilidad del receptor que se las cree (como quienes en Milán creían verdaderamente que el Demonio y sus secuaces habían estado de visita por la ciudad).

Mentiras y errores

Tampoco es nueva esta táctica. En 1919 el juez del Tribunal Supremo de Estados Unidos Oliver Wendel Holmes afirmaba, en la opinión dada sobre el caso Schenck contra Estados Unidos, que ni la protección más estricta de la libertad de expresión protegería a un hombre que grita falsamente fuego en un teatro y causa pánico.

Con ello venía a decir que las mentiras que causan perjuicios no deben de ser permitidas o consideradas como libertad de expresión.

Sin embargo, como se ha dicho, toda mentira puede causar un perjuicio a alguien (y un beneficio para el mentiroso). Incluso en nuestra mentira piadosa sobre el corte de pelo estamos ocasionando un perjuicio a quien, confiado en nuestra falsa opinión, hace el ridículo ante otras personas.

Y es que, salvo el mentiroso, nadie puede saber a ciencia cierta si se está mintiendo o si se está cometiendo un error. De ahí que John Locke, por ejemplo, considerara absurdo torturar a alguien para que confesara una determinada religión, puesto que no hay manera de meterse en su cabeza y saber si su fe es verdadera.

¿Qué ocurre si quien grita fuego en un teatro lo hace convencido de que lo hay? Se trata de un error. Podríamos condenar a esta persona a indemnizar al teatro y a los otros espectadores porque ha cometido un error que ha causado pérdidas económicas, pero no por mentir. Como no podemos introducirnos en su cabeza y descubrir lo que realmente conoce, no hay manera de saber si mentía.

¿Acaso nada podemos decir de quienes dejándose llevar por el pánico salen del teatro ocasionando daños? ¿No tienen cierta responsabilidad? ¿No podemos exigirles que comprueben primero si realmente había fuego?

Puede argumentarse que, en el caso de que lo hubiera, no es momento de ponerse a ello, ya que es primordial salvar la vida.

Aunque la urgencia no puede eximirnos completamente de la responsabilidad por nuestros actos, lo que no es convincente es que castiguemos a quien gritó fuego y no a quienes salieron corriendo.

Si el primero debió cerciorarse antes de gritar (no podemos saber si quería mentir o no), los segundos debieron hacer lo mismo antes de correr.

Los responsables de la mentira

Resulta, sin duda, una postura cómoda pedir que se nos proteja de la mentira. Nos libra de la tediosa tarea de tener que reflexionar sobre la información que nos llega y de tener que conceder autoridad y credibilidad a ciertas fuentes frente a otras.

Se pretende eludir, así, toda responsabilidad si somos víctimas de una mentira. Cuando nos engañan no solemos considerarnos responsables por haber sido menos inteligentes que quien nos engañó. Aseveraba La Rochefoucauld que nadie se queja de su inteligencia.

Queremos que se castigue a quien da gato por liebre. Pero no puede ser argumentando que mentía (no podemos saber si creía que era verdaderamente liebre, y tampoco podemos exigirle a él ese conocimiento y no a nosotros): se le ha de sancionar porque, en realidad, nos ha robado, ya que no le habríamos dado nuestro dinero de saber que lo que comprábamos era gato y no liebre.

Nos hace la vida más sencilla el que alguien tenga a bien evitar que llegue hasta nosotros algo que no sea la más depurada y prístina verdad. Lamentablemente, nadie tiene esa capacidad, puesto que nadie está a salvo del error o, por decirlo de otra manera, nadie posee la verdad, de la que J. L. Austin decía que es un ideal ilusorio.

Normalmente, han sido los poderosos los que ha pretendido monopolizar las verdades como medio de conservar el poder.

El argumento desde el siglo XVII es, con pequeñas variaciones, siempre el mismo: poder es saber. El poderoso dice tener un conocimiento que los que obedecen no poseen y, por supuesto, está legitimado a acabar con cualquier forma de expresión que lo ponga en duda.

De paso, también acaba con la política, que se basa en la opinión y no en la verdad.

Dejar en manos de otro el negocio de la verdad es una vía segura hacia la tiranía.

Claro está que no podemos pretender comprobar la veracidad de todas las informaciones que nos llegan. ¿Quién podría, por sus propios medios, comprobar si la velocidad de la luz es en verdad la que dicen los físicos? Generamos redes de confianza para evitar tener que poner en duda todo.

Si descubrimos que alguien en quien confiábamos nos engañó, podemos actuar en consecuencia y retirarle la credibilidad que le habíamos otorgado. Pero esto sigue exigiendo trabajo por nuestra parte.

Si preferimos la vía fácil de que alguien lo haga por nosotros, podemos tener la seguridad de que acabará mintiéndonos por nuestro bien, que es la más persistente y repetida mentira de la historia.

Este artículo fue publicado originalmente por The Conversation.

RV: EG

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