Piquiá de Baixo, infierno siderúrgico en la Amazonia

Florencio de Souza Bezerra señala con el pie un montículo de carbón pulverizado, peligrosamente inflamable, al borde de una calle de Piquiá de Baixo. Crédito: Mario Osava/IPS.

“Mi sobrino tenía ocho años cuando pisó en la ‘munha’ (carbón pulverizado) y se quemó las piernas hasta las rodillas”, cuenta Angelita Alves de Oliveira en este rincón de la Amazonia brasileña devenido trampa mortal para sus habitantes.

El tratamiento en hospitales lejanos no logró salvar al niño, porque “su sangre se intoxicó, según dijo el médico”, agrega la profesora Oliveira. “Mi hermana jamás volvió a ser la misma mujer; perdió a su benjamín”.

Su propio marido fue víctima de estas quemaduras, como comprueban las cicatrices en sus piernas.

La munha o «moinha», según el diccionario siderúrgico portugués, es el polvo de carbón vegetal sobrante de la producción de arrabio, material intermedio en la obtención de acero, que ha hecho del poblado de Piquiá de Baixo, en el borde oriental de la Amazonia brasileña, un caso trágico de contaminación industrial.

Se trata de un barrio de la zona rural de Açailândia, municipio del estado de Maranhão que nació con los campamentos obreros que se instalaron en 1958 para construir la carretera Belém-Brasilia, un eje centro-norte de desarrollo e integración de Brasil que generó muchos desastres ambientales y sociales.

El ferrocarril, que se inauguró en 1985 para transportar mineral de hierro desde la gigantesca provincia minera de Carajás, selló el destino de Açailândia como cruce logístico y polo siderúrgico. Piquiá de Baixo quedó cercado por cinco plantas de arrabio, los rieles y los grandes almacenes mineros.

Mientras, el carbón vegetal para alimentar las calderas siderúrgicas se sumaba a la ganadería para hacer de Açailândia un foco de deforestación y trabajo esclavo.

Estas lacras han mermado ante la represión estatal y distintas presiones. Pero la contaminación en Piquiá se agravó, según los testimonios recogidos para este reportaje.

Una familia sonríe a la cámara mientras se protege del calor a la sombra de un árbol. La carretera la separa de la industria del arrabio, que hace imposible la vida en el barrio. Crédito: Mario Osava/IPS
Una familia sonríe a la cámara mientras se protege del calor a la sombra de un árbol. La carretera la separa de la industria del arrabio, que hace imposible la vida en el barrio. Crédito: Mario Osava/IPS

El residuo pulverizado de carbón sigue amenazante. La sequedad lo hace inflamable a un ligero toque. Eso le costó la vida al sobrino de Oliveira en 1993, cuando pocos conocían la letalidad de este polvo negro.

La gente escarmentó y los accidentes se hicieron menos frecuentes, pero no se erradicaron. Otro niño, de siete años, se quemó hasta la cintura en 1999 y agonizó tres semanas.

[related_articles]“He visto vacunos incinerados”, observa Florencio de Souza Bezerra, que fue campesino y ahora es un miembro activo de la Asociación Comunitaria de Habitantes de Piquiá, donde vive hace 10 años con nueve hijos y dos nietos, en una casa grande de madera y un amplio patio.

Los montículos de munha se ven en las calles por donde pasan los camiones de las siderúrgicas y en por lo menos un depósito de materiales a cielo abierto al que pudo entrar este reportero sin ningún control.

Pero la queja más frecuente de los pobladores es contra el aire envenenado. “Hace poco más de un año murió una niña con polvo de hierro en los pulmones y cáncer, después de 15 días en terapia intensiva”, ejemplifica Bezerra.

En la pequeña plaza del barrio, el activista va apuntando las casas cuyos moradores murieron de enfermedades respiratorias.

Oliveira se queja de que “un examen mostró manchas en mis pulmones hace un año, y el médico me acusó de fumar desde joven, pero nunca me puse un cigarrillo en la boca». Ella anhela dar “una esperanza de vida” a sus nietas, que viven aquí “digiriendo contaminación 24 horas al día”.

“Ya he vivido bastante, pero mis nietas no”, arguye a los 61 años de edad, más de 30 dedicados a la enseñanza. Su casa queda al lado de la planta de Gusa Nordeste, una de las cinco unidades productoras de arrabio.

La situación se agravó “hace dos años”, cuando la empresa empezó a producir cemento, según ella, arrojando un polvo negro que ensucia todo en segundos y, en algunas madrugadas, hace imposible ver su casa desde la carretera, a una distancia de solo 30 metros.

Para la empresa fue un avance, porque se trata de aprovechar la escoria del alto horno como materia prima, evitando un desecho voluminoso y abasteciendo al mercado local de la construcción con un producto que antes había que traer de lejos.

Gusa Nordeste destaca su responsabilidad ambiental porque emplea la munha como  combustible, ahorrando carbón granulado, y el gas derivado de la producción de arrabio para generar toda la energía eléctrica que necesita la empresa.

Pero la realidad, reconocida por la justicia, por varias autoridades e incluso por la industria, es que la contaminación del aire, el agua y la tierra hace inviable mantener Piquiá de Baixo en el sitio donde nació hace más de cuatro décadas.

Una calle de Piquiá de Baixo dañada por la erosión, y las habituales casas deterioradas. Los pobladores esperan un demorado reasentamiento en un predio expropiado por la justicia. Crédito: Mario Osava/IPS
Una calle de Piquiá de Baixo dañada por la erosión, y las habituales casas deterioradas. Los pobladores esperan un demorado reasentamiento en un predio expropiado por la justicia. Crédito: Mario Osava/IPS

Ya hay una propuesta, aprobada por la justicia y el Concejo Municipal, para reasentar a las 312 familias que quedan en Piquiá de Baixo en un terreno de 38 hectáreas a seis kilómetros de la ubicación actual.

En diciembre, la justicia ordenó expropiar el predio y fijó su valor en el equivalente a 450.000 dólares, pero el dueño exige cuatro veces esa suma, y así se prolonga la agonía para los habitantes de Piquiá.

La propia comunidad elaboró un proyecto urbanístico, que incluye el diseño de las casas, la escuela, la plaza, tiendas e iglesias, explica Antonio Soffientini, miembro de Justiça Nos Trilhos, una red de decenas de organizaciones que apoyan a la población afectada por el “sistema Carajás”.

En la sierra de Carajás, la empresa Vale, privatizada en 1997, extrae cerca de 110 millones de toneladas anuales de mineral de hierro que recorren 892 kilómetros en tren hasta el puerto Ponta da Madeira, en São Luis, la capital de Maranhão, para su exportación.

Una pequeña parte queda en Açailândia. Como proveedora de la industria local de arrabio, Vale tiene responsabilidad directa en la contaminación, acusa Justiça Nos Trilhos.

“Podría suspender la entrega del mineral hasta que la industria instale filtros y ponga fin al drama de Piquiá”, alega Soffientini, misionero italiano del movimiento católico comboniano.

Eso generaría una crisis de desempleo en Açailândia, observa Zenaldo Oliveira, director global de Operaciones Logísticas de Vale.

Este polo siderúrgico ya vive una caída de actividad desde 2008. Los 6.000 empleos que ofrecía entonces bajaron a 3.500 hoy, según Jarles Adelino, presidente del Sindicato de Metalúrgicos de Açailândia.

El sindicalista se queja de los altos precios que impone Vale a la materia prima, que representan la mitad de los costos del arrabio.

Eso, sin embargo, no se refleja en la ciudad, que exhibe hoteles llenos y señales de prosperidad. Es que varias obras de los alrededores ofrecen trabajo temporal, evalúa Adelino, y cada empleo en una planta de arrabio genera 10 puestos indirectos.

Este artículo fue publicado originalmente el 8 de febrero por la red latinoamericana de diarios de Tierramérica.

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