“Esto es una crisis humanitaria”, sintetiza Bertha Zúñiga Cáceres, en referencia a la situación de violencia en Honduras, México y otros países de América Central, con cientos de miles de víctimas, en cuyo origen está el delito transnacional y que resulta invisible para la comunidad internacional.
La tierra donde vivió y murió Berta Cáceres es un mundo donde las palabras se llenan de significado: Esperanza. Utopía. Casa de Sanación. Son nombres que adquieren sentido en esta montaña del departamento de Intibucá, a 1.700 metros sobre el nivel del mar, donde los lencas han puesto el cuerpo como escudo contra los proyectos hidroeléctricos en Honduras.
Para los hermanos y activistas mexicanos Gustavo y Óscar Castro el tiempo se alarga en Honduras. Las horas se convierten en días, mientras esperan que la justicia resuelva alguno de los tres recursos que permitirán a Gustavo salir de la cárcel en la que se ha convertido la embajada mexicana durante las últimas tres semanas.
Es domingo 27. Decenas de personas y defensores de derechos humanos se dirigen en la capital de Honduras hacia el arranque de la Caravana por la paz, la vida y la justicia, un largo andar por América, que buscará debatir la política de la guerra antidrogas impulsada desde Estados Unidos.
El brutal asesinato en Honduras de la lideresa indígena y ecologista Berta Cáceres, el 3 de marzo, mientras dormía en su casa en la occidental ciudad indígena de La Esperanza, representa la última muestra de la alta vulnerabilidad en que realizan su labor en el país los activistas humanitarios.
Si la indígena Berta Cáceres, fundadora del Consejo Cívico de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras, quien obtuvo el Premio Ambiental Goldman para América del Sur y América Central 2015, deja una enseñanza, es que para defender el ambiente hay que apoyarse en los movimientos sociales.