A mediados de marzo, cuando Colombia anunció una cuarentena obligatoria para controlar la propagación del coronavirus, Luz Mary ya sabía qué tenía que hacer. Ya había tenido que confinarse. Esta madre de dos, quien cuenta con el don de la palabra, selló su casa y comenzó a vivir de habitación en habitación.
Una pira de fuego se enciende por las esquinas de la ciudad ecuatoriana de Guayaquil. Es mediodía. Es de noche. Son las calles 19 y Q, Segundo Callejón P y 26. Se queman neumáticos para exigir la retirada de muertos por el coronavirus. Han transcurrido tres y hasta cinco días sin que llegue Medicina Legal a realizar el levantamiento de cadáveres.
Los árboles grandes y medianos recién talados y atravesados en seis puntos de la carretera evidenciaban una hostilidad dispuesta a todo. Recordaban prácticas de aquella fase de la guerra colombiana conocida como La Violencia (1948-1957). Pero no era necesario conocer la historia para entender el mensaje.
En Villa Inflamable, un asentamiento precario al sur de la capital argentina, los niños están envenenados con plomo. Reubicarlos a ellos y sus familias exige un proceso socioambiental tan complejo como el de las obras de saneamiento de la zona, en una de las cuencas más contaminadas del mundo.
“Te maltratan, no te respetan. He visto palizas, sufrimiento, y no puedes defenderte. Cuando estás allí encerrado parece que estuvieras en otro mundo”, relató a IPS el senegalés Salif Sy, que en 2011 pasó ocho días en un Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE) de la capital de España.
El fenómeno meteorológico de la sudestada dejó la primera semana de noviembre bajo las aguas a 19 municipios en la llanura bonaerense de Argentina, en unas inundaciones con efectos dramáticos por el avance inmobiliario desenfrenado.
Venezuela se apresta a sancionar una nueva ley contra la discriminación a personas con VIH/sida, mientras cada año la epidemia deja casi 4.000 muertes y más de 11.000 nuevos infectados en el país, en su mayoría jóvenes y, cada vez más, mujeres.
La palabra linchamiento nació y se generalizó en Estados Unidos para designar “el castigo colectivo violento a personas de distinto color” y se afianzó después en varios países latinoamericanos. Sorprende ahora en Argentina y remite al universo simbólico de su origen: “la privatización de la justicia”, contra los marginados de siempre.
Trece muertos, decenas de heridos, unos 500 detenidos, denuncias de tortura, de represión ilegal de fuerzas de seguridad y grupos irregulares y de agresiones a la prensa, marcan las dos semanas de confrontación política en las calles de más de 30 ciudades de Venezuela.
Bolivia cuenta desde hace tres años con una ley para combatir la discriminación y el racismo, pero nadie ha sido castigado con ella, pese a los centenares de denuncias.
Imágenes de cuerpos torturados y caras poco reconocibles, víctimas de linchamientos de enardecidos pobladores, sacuden cada poco a la sociedad de Bolivia. Un fenómeno de ajusticiamiento sumario que nada tiene que ver con la justicia comunitaria, aunque los victimarios se arropen en ella.
Una ley contra la cibercriminalidad, que restringe el uso de datos y la libertad de información en Perú, se acaba de convertir en enemiga de otra norma, esta de transparencia, que representa un gran avance en los derechos ciudadanos de la última década.