La construcción de grandes centrales hidroeléctricas en Brasil constituye una tragedia para miles de familias desplazadas y una pesadilla para las empresas que tratan de reasentarlas como exige la legislación local.
Euro Tourinho tenía ocho años, en 1930, cuando acompañó su madre a Campo Grande, la ya entonces gran ciudad del centrooccidente de Brasil, para el parto de un hermano menor.
Domingos Mendes da Silva perdió la cuenta de cuantos visitantes recibió en su finca de 10 hectáreas en el noroeste de Brasil. “Más de 500”, estimó. Son técnicos en piscicultura, funcionarios del gobierno, campesinos, periodistas y otros interesados.
Paulo de Oliveira trabaja como taxista en la ciudad de Altamira, en el norte de Brasil, pero solo cuando está desempleado en lo que considera su verdadera profesión, operador de vehículos pesados, como hormigoneras, camiones y tractores especiales para grandes obras.
La construcción de la central hidroeléctrica de Belo Monte, en el amazónico río Xingú, confirma a los pescadores artesanales como víctimas tempranas y olvidadas de los megaproyectos que avasallan las aguas de Brasil.
En Brasil agua y electricidad van unidos, así que dos años de lluvias escasas dejaron a decenas de millones de personas al borde del racionamiento hídrico y energético, fortaleciendo los argumentos contra la deforestación de la Amazonia.
La deforestación, especialmente en los Andes de Bolivia y Perú, es lo que más eriza las inundaciones en la cuenca del río Madeira, que este año adquirieron rango de catástrofe en la Amazonia boliviana y en su desaguadero brasileño.
Un aumento extraordinario de las lluvias, el cambio climático, la deforestación y, como novedad, dos represas brasileñas se señalan como origen de las mayores inundaciones de la zona amazónica de Bolivia desde que existen registros, según diferentes fuentes consultadas por IPS.