La reciente reunión del G20, que debía celebrarse en Riad pero se realizó en forma virtual debido a la pandemia de coronavirus, ha sido un ejemplo elocuente de cómo el mundo va a la deriva, en medio de una crisis de liderazgo. Fue, en cierta medida, una vidriera o escaparate.
La pandemia de covid-19 ha trastornado la vida de millones de personas en todo el mundo, ha causado más de 869 000 muertes, desestabilizó la economía mundial y provocó un marcado aumento de la pobreza y el hambre en el Sur en desarrollo.
Parece una escena común y corriente. Una soleada mañana de domingo, decenas de jóvenes charlan y bromean, compartiendo anécdotas y desayunos mientras esperan el pitido de inicio del primer partido del Torneo Juvenil Intercomunitario. Sin embargo, en la capital hondureña de Tegucigalpa, es algo extraordinario.
Demasiados niños están muriendo víctimas de las armas explosivas, y la comunidad internacional debe actuar para proteger y declarar a la población infantil fuera de los ámbitos de la guerra, exhorta una organización especializada en la infancia.
Miles de menores inmigrantes alojados en centros de recepción al llegar a Italia, como primer paso para su identificación y posterior reubicación en otras instalaciones para solicitantes de asilo, no se pueden localizar y se teme que sean víctimas de tráfico y trata de personas.
Abandonados y expulsados de Birmania (Myanmar), decenas de miles de rohinyás luchan por sobrevivir en los distritos fronterizos de Bangladesh en medio de la escasez de alimentos y agua y de la falta de atención médica.
Las continuas agresiones contra hospitales y centros de salud de Yemen tienen graves consecuencias, pero en especial para el bienestar de niñas y niños, denuncian organizaciones de la sociedad civil.
Frente al número sin precedentes de personas desplazadas de sus hogares en todo el mundo, muchos actores humanitarios quedaron profundamente decepcionados con el resultado de la reunión de alto nivel de la ONU, que debía ofrecer una respuesta justa a los grandes desplazamientos de refugiados y migrantes.
Trabajadores humanitarios son testigos de cómo mueren niños y niñas por falta de médicos y de medicamentos y de cómo crecen sin alimentos, escuela ni libros de texto, una cosa de todos los días en Siria, donde viven más de 250.000 menores en áreas asediadas en ese país de Medio Oriente.
Para muchas mujeres del condado de Mandera, una zona de difícil acceso, insegura y árida en el noreste de Kenia, la vida desde la infancia hasta la adultez es una historia de dolor y de lucha por la supervivencia.
Mientras cuatro de cada cinco yemeníes necesitan ayuda humanitaria inmediata, con 1,5 millones de desplazados y más de 4.000 muertos en apenas cinco meses, un funcionario de la ONU dijo al Consejo de Seguridad que la escala de sufrimiento humano es “casi inabarcable”.
Hace apenas 10 meses, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) anunció que la población de refugiados de Siria había llegado a los tres millones. Ahora esa cantidad ya superó los cuatro millones.
La brecha de supervivencia urbana, alimentada por la creciente desigualdad entre ricos y pobres, tanto en los países del Norte industrial como del Sur en desarrollo, determina si millones de niños y niñas vivirán o morirán antes de cumplir los cinco años.
La participación de niños y adolescentes en la zafra de la caña de azúcar, una peligrosa actividad agrícola, está a punto de ser cosa del pasado en El Salvador, que hace 10 años fue denunciado internacionalmente por esta práctica.
Una exitosa iniciativa que brinda desayunos y meriendas con sabores andinos a 140.000 estudiantes en La Paz, dio origen a una nueva ley destinada a impulsar una alimentación sana y propia de la cultura local en las escuelas de Bolivia, y así combatir la malnutrición y favorecer la soberanía alimentaria.
La mortal epidemia de ébola, que viene haciendo estragos en África occidental, tiene abrumado al gobierno de Sierra Leona y a su sistema de salud, según reconoció a IPS su ministro de Salud y Saneamiento, Abubakar Fofana.
Las paredes de la Asociación para los Mártires de Serekaniye están repletas de las fotos de los muertos por la guerra de esta localidad en el norte de Siria. Ali Jalil los conoce bien. Los ha enterrado a todos con la ayuda de Diar, su hijo de 13 años.