Balas, bombas y muerte. Niños llorando por comida, civiles que luchan por sobrevivir, mujeres que no pueden salir de sus hogares libremente. Cuando no se está bajo el asedio de bombas y minas terrestres, los afganos comunes sufren de hambre, peligros naturales y pobreza.
A medida que el coronavirus esparce su infección por todos los continentes, países y comunidades, con mayor o menor virulencia y letalidad, expertos y activistas hacen sonar las alarmas sobre las consecuencias de la enfermedad cuando golpea el sur de Asia, que alberga a casi 2000 millones de la población mundial.
Una ola de sangrientos ataques talibanes destinados a hacer fracasar las elecciones del 28 de septiembre en Afganistán mató e hirió a cientos de personas, incluidos niños, dijo el martes 15 la misión especial de las Naciones Unidas en el país.
Los últimos cuatro años estuvieron entre los más mortales para los niños en Afganistán desde la invasión que encabezó Estados Unidos en 2001, con casi 13.000 muertos y heridos dentro de ese grupo de población en ese período, según la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
"Mis dos hijos fueron asesinados sin piedad por guerrilleros talibanes hace tres años. Mi marido murió por causas naturales un año atrás. Ahora, me dedico a pedir limosna para criar a mis dos nietos", señaló Gul Pari, de 50 años, a IPS.
Balwan Singh, un comerciante sij de 84 años que vive en la provincia pakistaní de Jyber Pajtunjwa, ya superó hace rato la edad para retirarse, pero todas sus ilusiones de pasar sus años dorados en paz y seguridad se hicieron trizas.
Los habitantes de la agencia de Jyber, una de las siete que integran las norteñas Áreas Tribales Administradas Federalmente (FATA) de Pakistán, están entre la espada y la pared: cualquier cosa que elijan hacer ahora puede conducirlos a la muerte, aseguran.
Para las niñas que viven en las regiones tribales del norte de Pakistán, la lucha por la educación comenzó mucho antes del día en que miembros del radical movimiento Talibán balearon en la cabeza a una estudiante de 15 años de edad, y sin duda continuará por mucho tiempo.
En el centro de la Comisión Electoral Independiente (CEI), al este de Kabul, se almacenan desde hace dos meses las 22.828 urnas de las últimas elecciones presidenciales de Afganistán. Son cuatro barracones de uralita que se han convertido en el objetivo número uno de la insurgencia.
Hace apenas unos días, Rameela Bibi era la madre de un bebé de un mes. El niño murió en sus brazos de una infección pulmonar que contrajo cuando la familia huyó de su casa en el distrito de Waziristán del Norte, Pakistán, donde una fuerte ofensiva militar contra el extremista movimiento Talibán provocó el éxodo de casi medio millón de personas.
La provincia de Jyber Pajtunjwa, en el noroeste de Pakistán, se encuentra al borde del colapso industrial, ya que la extorsión y los secuestros de las fuerzas insurgentes del Talibán que operan en el territorio ahuyentan las posibilidades de producción o empleo.
Las últimas elecciones presidenciales en Afganistán pueden interpretarse de dos maneras: como un triunfo del optimismo y de la democracia o como la vigencia de la corrupción y de la amenaza que supone el movimiento islamista Talibán.
Desafiando las amenazas del movimiento islamista Talibán, una nueva ola de estudiantes llega a las escuelas del conflictivo norte pakistaní.
La condición étnica pasará al primer plano en las elecciones previstas para este sábado 5 en Afganistán, aunque parece que los jóvenes están empezando a apartarse de ese tipo de lealtades.
Pakistán está sumergido en un crispado debate sobre la continuación de de las operaciones militares contra el movimiento extremista Talibán en las Áreas Tribales Administradas Federalmente (FATA), especialmente tras la brutal matanza de 23 soldados el mes pasado.
Hacer la guerra o la paz con el movimiento extremista Talibán se ha vuelto un dilema para el gobierno pakistaní.
Mientras la temperatura cae a cero grado, un escalofrío recorre las espaldas de gente como Rasool Kan, en el campamento de desplazados de Jalozai, en Pakistán. Amontonados en tiendas diminutas, con apenas una cobertura de plástico sobre sus cabezas, sin nada que les dé calor, pasan noches en vela sumidos en el amargo frío.