En Oaxaca, la recuperación del terremoto la pone la gente

El pescador Heriberto Pineda Noriega, de 57 años, teje su red de pesca al lado de su casa destruida en el poblado costero de Huamuchil, en el municipio de San Dionisio del Mar Crédito: Diana Manzo/Pie de Página
El pescador Heriberto Pineda Noriega, de 57 años, teje su red de pesca al lado de su casa destruida en el poblado costero de Huamuchil, en el municipio de San Dionisio del Mar Crédito: Diana Manzo/Pie de Página

El termómetro supera los 35 grados y nadie deja de trabajar. Entre vecinos y amigos quitan escombros de las casas. De las casas, principalmente las de paredes de adobe y tejaván (techo precario), lo que queda son ladrillos y los enormes palos que las sostenían.

En los altavoces o altoparlantes en zapoteco o español se escuchan los avisos, a veces para alertar sobre la seguridad, a veces sobre los apoyos que llegan y también para censar.

Han pasado pocos días del terremoto del 7 de septiembre que devastó los pueblos del istmo de Tehuantepec y las calles lucen llenas de piedras. Son días que parecen cientos. Las réplicas sísmicas son constantes. Algunos lagrimean antes de ver pulverizar su casa por una maquinaria, y otros con un letrero avisan donde los encontraran, pues con el desastre se fueron a los albergues o con un familiar.

Las mujeres han tomado el sostén de las casas. Ellas, las que perdieron sus cocinas donde elaboraban sus totopos (trozos de tortilla de maíz crujientes), su pescado o su comida.

“Quién sabe cuántos kilos ya bajamos, la gente está muy nerviosa y ansiosa, dormimos pocas horas, se ha vuelto difícil todo; los apoyos que llegan de no sé dónde, pero aquí están, desde tamales hasta atole, despensas y ropa, la gente ha sido muy generosa”, dice una mujer en Juchitán, una ciudad del sureste del sureño estado de Oaxaca.

Según las autoridades de Oaxaca, el terremoto del 7 de septiembre dejó 76 personas muertas, más de 800.000 afectados y 12.000 viviendas dañadas, 200 caminos afectados y más de la mitad de las escuelas istmeñas en malas condiciones.

A la casa de Crimilda Marcelina, una abuela de 70 años, la ayuda aún no llega. Su hogar se cayó totalmente y ella solo pudo recuperar una fotografía de su esposo, ese es su consuelo. En plena calle montó una carpa que le prestó un vecino y de ahí observa como los apoyos llegan y la gente corre a recogerlos. Ella no puede: la noche del jueves se cayó y el raspón que le cubre la rodilla aún le duele. Pero lo que más le duele es la falta de atención de sus autoridades.

“Gloria Sánchez (alcaldesa de Juchitán), (José) Murat (gobernador de Oaxaca) y (el presidente Enrique) Peña Nieto anduvieron cerca de mi casa y no pasaron. Aquí los estoy esperando, ya llevo una semana así y no recibo nada de ellos. De los muchachos sí, andan de Chahuites, de Matías, de Lagunas, profesores de la (sindical) Sección 22, amigos y familiares, ellos me dan un bocado, hasta para vestirme, mi vecina fue la que me prestó enagua y huipil (típica blusa de algodón adornada)”, dice la mujer.

La fe es el consuelo de Crimilda. Mira a sus nietos que corren de un lado a otro de la calle y da gracias a Dios de que están vivos: “Lo material luego regresa” dice. Aunque luego vuelve a lamentar: “Pero duele, yo no creo volver a construir  mi casa, ¡es mucho dinero!”

El presidente al que espera esta abuela llegó el jueves 14 a la zona de desastre y dio un mensaje a los reporteros: «Si bien es importante que recojan los testimonios, les pido que se incorporen a esta labor de solidaridad y generar mayor conciencia de los daños y afectaciones que hay en Oaxaca y Chiapas (el otro y vecino estado afectado). Más que volvernos señaladores o críticos de lo que falta, seamos parte de la solución. Estamos llamados todos a responder».

Quién sabe qué quiso decir el mandatario mexicano, lo que es real es que la sociedad civil ha rebasado a las autoridades de los tres niveles en la entrega de apoyos a los afectados por el terremoto.

Crimilda espera en la calle que el gobernador José Murat y el presidente Enrique Peña Nieto, lleguen a ver su casa destruida. Crédito: Diana Manzo/Pie de Página
Crimilda espera en la calle que el gobernador José Murat y el presidente Enrique Peña Nieto, lleguen a ver su casa destruida. Crédito: Diana Manzo/Pie de Página

La gente dona y se solidariza  ante esta tragedia. En cambio, la falta de organización de las autoridades es un reflejo de la ausencia y los apoyos de estos llegan a cuentagotas.

Son cientos de voluntarios,  hombres y mujeres, que recorren las calles ayudando; los hay migrantes  centroamericanos, también profesores de la sección 22, empresas eólicas, poetas, escritores, amas de casa, comerciantes, estudiantes, médicos; los hay de todos lados, aquellos que hablan acentos norteños y en otros idiomas, y que llegan de todas partes del país.

El pintor Francisco Toledo ha promovido cocinas comunitarias para que la gente desayune o coma. Un grupo colaboró con las labores de limpieza durante una semana,  se fueron de Juchitán y llegaron otros llegan. La comunidad muxe (persona con genitales masculinos y comportamientos femeninos) y transexual también ha contribuido a las labores de limpieza, sus casas también resultaron afectadas.

Este terremoto ha enlazado las amistades y fortalecido las hermandades: estudiantes de la UNAM (Universidad Nacional Autónoma de México, con sede en Ciudad de México) construyen y capacitan a los damnificados para construir yurtas (refugios propios de los nómadas) y que tengan cobijos temporales en comunidades como  Ixtaltepec y Juchitán.

También organizaciones sociales, como Código DH, Derechos Humanos Tepeyac que encabeza el obispo emérito católico de Tehuantepec, Arturo Lona Reyes, y muchas más, colaboran para dar alimentos y víveres a las familias de San Mateo del Mar, Unión Hidalgo, Tehuantepec, San Blas Atempa.

“Estamos juntando despensas y ayudando a la gente, la casa de mis familiares se cayó, les hemos ayudado a limpiar, sacar los escombros, es triste todo; también los hemos acompañado en los entierros, no es fácil, vivimos tristes porque lo perdimos todo, pero mucha gente nos ha ayudado, las familias no están solas”, explica Jhon Paul Michell, integrante de la comunidad muxe en Unión Hidalgo.

“Al mar hay que tenerle respeto”

Mientras teje su red de pesca en medio de su gran patio, Heriberto Pineda Noriega, de 57 años, no deja de mirar su casa, su única propiedad, herencia de sus padres del cual solo recordará hermosas vivencias, porque quedó destruida la noche del 7 de septiembre cuando un gran trueno se escuchó del mar. Era el terremoto de 8,2 grados.

El temor de una réplica mayor y  la alerta del tsunami causó éxodo entre las más de 200 familias de Huamuchil, en San Dionisio del Mar, quienes abandonaron sus hogares y se refugiaron por tres días  en cerros y otros más en comunidades vecinas como Cerro Iguana, Cazadero, La Blanca y Niltepec.

“¡Todos volvimos a nacer!, y el que no lo entienda de verdad que no tiene sentimientos,  porque estamos vivos para contar esta gran tragedia”, dice el pescador.

El día 7, cuando del mar se escuchó un trueno, los pescadores sacaron a sus familias de la comunidad, llegaron los marinos y les dijeron que un tsunami podría tragarlos. No tuvieron otra opción que huir.

Desde el lunes 11 las familias han regresado poco a poco a observar como el gran sismo dejó sus hogares. Algunos lloran de alegría por estar vivos y otros de tristeza por perderlo todo.

En San Dionisio del Mar, donde se dio la alerta de tsunami, los pobladores tuvieron que huir a los cerros; ahora no tienen casa ni forma de trabajo. Crédito: Diana Manzo/Pie de Página
En San Dionisio del Mar, donde se dio la alerta de tsunami, los pobladores tuvieron que huir a los cerros; ahora no tienen casa ni forma de trabajo. Crédito: Diana Manzo/Pie de Página

“Esa noche mi casa se destruyó pero le salve la vida a mi hermana, abrazados fuertes nos salimos y caminamos junto con todo el pueblo hacia la carretera, sin luz eléctrica y solo una lámpara que nos  guiaba llegamos a Cerro Iguana, en donde amigos y familiares nos dieron asilo y comida”, explica el pescador.

En este pueblo de la etnia ikotjs, 100 por ciento de los pobladores se dedica a la pesca; sin embargo, desde el 7 de septiembre no han querido tocar sus redes y tampoco sus lanchas, que reposan a la orilla de la playa.

Las mujeres huaves, como también se llama a los pertenecientes del pueblo Ikotjs que habitan en el Istmo de Tehuantepec, organizaron una cocina comunitaria en donde preparan sus guisos y los comparten con todos.

“Aquí vienen a comer todos, los que se les cayeron sus casas y los que no, no hay distinción de partido político y nos hemos vuelto una familia, celebramos con comida que estamos vivos, y eso es más que suficiente”, dice el agente suplente, Sadiel Cruz López.

– ¿Y la pesca, cuando regresan?

– Ay mija -suspira Heriberto- aún no tenemos pensado eso. Con el mar no se juega y estamos esperando que se tranquilice, por lo pronto estamos comiendo lo que nos dan de la cocina comunitaria y de los víveres que nos llegan. Al mar hay que tener respeto.

Donaciana Rivera Lerdo tiene 88 años. De sus labios apenas y salen las palabras. Sentada en su triciclo, porque no puede caminar, suspira y relata que para ella escuchar el gran retumbo que salió del mar, era el fin del mundo: “Eso que vivimos quien sabe cómo lo pudimos aguantar, mi hijo Bruno me sacó de la casa, me cargó y me llevó al patio, toda mi casa se derrumbó, perdí mis cosas, y de ahí nos fuimos a Cazadero, allá nos quedamos dos días, ya regresamos y vimos que esto fue una gran desgracia”.

Bruno es el único familiar de Donaciana. Desde la noche del terremoto está estresado, vive tenso y ansioso. “Nos dicen que no va a volver a temblar, pero eso quién sabe, aquí pasan los marinos nos dan una cobija y una despensa y se van, las cosas no serán fáciles de ahora en adelante, la vida ha cambiado, es más difícil”, relata.

Donaciana y Bruno acuden al comedor, donde las mujeres se organizan a temprana hora para hacer el desayuno y después la comida. En la cena ofrecen café y pan.

La cocina ha sido el punto de reunión del pueblo, donde los huaves hablan de sus vivencias, de las réplicas, de lo nerviosos que viven, de las escuelas, de sus hijos y de la importancia de vivir en unidad.

Las mujeres han tomado el control de la recuperación y en muchos lugares organizan cocinas para los afectados. Crédito: Diana Manzo/Pie de Página
Las mujeres han tomado el control de la recuperación y en muchos lugares organizan cocinas para los afectados. Crédito: Diana Manzo/Pie de Página

Mientras termina de tejer su red, Heriberto reconoce que la vida en su pueblo y en sus casas tardará en recuperarse, el patrimonio se perdió pero no las historias. “En mi casa nací y crecí, ahora solo los recuerdos, tengo fe que algún día la construiré de nuevo, no sé cuándo. Mientras tanto viviré”.

La rapiña

A Sofía Sánchez Cruz, el sismo le tocó en el camino a Juchitán, cuando volvía de la Ciudad de México. Al llegar encontró su casa destrozada. Desde entonces espera a los funcionarios que “marcarán” la única pared que quedó en pie. Su casa, que es su único patrimonio, será pulverizada.

“Duele pues, todo duele, lo material también, con tanto esfuerzo mis padres hicieron esta casa y ahora todo se perdió, lo poco que me quedó no quiero que se lo lleven, por eso pedimos que haya más patrullaje”, dice la mujer.

La nueva preocupación de los pobladores es la rapiña. En las calles circulan patrullas de la policía federal, militares, estatales y municipales, sin embargo las familias viven preocupadas porque la mayoría de los hogares se quedó sin portón y o las casas están abiertas ante el miedo de un nuevo movimiento.

Roselia Martínez, Miguel Ángel Espinoza, Mariano Ramos y Alfredo Ruiz Sánchez  viven en la octava sección Cheguigo. Lo perdieron todo y desde el terremoto duermen en la calle.

“Desde el lunes otra preocupación se unió a la que ya tenemos: la inseguridad. En los altavoces nos llaman a que cuidemos las casas, que no las dejemos solas, nos hablan de camionetas con chamacos (jóvenes) robando, eso nos preocupa porque estamos indefensos, no nos quedó nada”, dice uno de ellos.

Entre vecinos se han organizado, por las noches colocan troncos, piedras e incluso automóviles dañados. Aun así, dicen que se escuchan persecuciones, detonaciones de arma de fuego y gritos. Nadie ha podido comprobarlo, pero los rumores esparcen el miedo.

En los altavoces también se anuncia que hay grupos de personas que circulan a toda velocidad, sobre una camioneta blanca que está llevándose a los niños y otros que entran y se llevan lo poco que dejaron. Un silbato también ha servido para alertar a las familias. Eso, y las linternas, que los vecinos usan cuando escuchan correr a personas de un lugar a otro.

En Xadani, Gloria Pérez Sánchez reclamó a las autoridades la falta de seguridad, aseguró que toda su familia se duerme afuera para cuidar sus pocas pertenencias que le quedaron, pero en la madrugada empiezan a querer abrir las puertas o entrar.

“No sé por qué tantos policías en Xadani,  pero no están patrullando para el pueblo, porque se quedan en el palacio, eso no queremos nosotros, queremos que nos cuiden, y si no pues que se vayan, de verdad que eso molesta y estamos desesperados”, dice.

“La tradición es la tradición”

En los pueblos del  istmo, cuando una persona muere la comunidad celebra el novenario. Las familias invitan por el altavoz o radios comunitarias  a que  las mujeres ayuden a elaborar los tamales con hojas de plátano, masa, mole y carne. Pero en esta ocasión el duelo es familiar. No hay dinero y la gente esté triste.

A pesar de la precariedad, la gente del Istmo mantiene la tradición de despedir a sus muertos. Crédito: Diana Manzo/Pie de Página
A pesar de la precariedad, la gente del istmo mantiene la tradición de despedir a sus muertos. Crédito: Diana Manzo/Pie de Página

“La tradición es tradición, aquí la gente se viste de negro y guarda el luto por un año. Colocamos flores en nuestro altar que tiene una imagen religiosa y la fotografía de nuestro abuelo y tío, esto es duro y difícil emocionalmente, pero tenemos que hacerlo, hicimos tamales y vamos  a velar toda la noche”, dice Lupita, quien además de su casa, perdió a su abuelo y a su tío.

Las familias que realizaron el novenario de su familiar de forma precaria, porque además de la desgracia que les dejó sin nada, están desempleados en su mayoría. Dos cruces de flores (una de su abuelo y una de su tío) están sobre el piso de una de las casas que logró salvarse de la fuerte sacudida. Lo acompañan velas blancas que se encenderán durante todo el día y la noche, como parte de la tradición del pueblo zapoteca. En el altar que colocaron como ofrenda a sus familiares.

Lupita cuenta que el miedo sigue presente, con el pasar de los días la realidad se vuelve cruda y difícil.

Cuentos  para sanar

Antes de que se oculte el sol, los niños de Unión Hidalgo se reúnen en círculo para leer cuentos, aprender música y hacer rimas. Son niñas y niños entre 4 y 12 años de edad que acuden a la Galería Gubidxa ubicada en el barrio “inocentes” para curar con el arte ese miedo que los arropa después del terremoto que destruyó sus casas.

Víctor Fuentes, escritor zapoteco y dueño de la galería, saca su libro y empieza a contarles cuentos. Entre risas comparten sus historias. No falta el que se burla de otro porque lloró y de inmediato recibe por respuesta: “¡Tú también lloraste!”

Los niños se entretienen  y curan sus penas haciendo poemas y canciones. “Pasa tu siesta como una fiesta, el sismo te despierta” o “señora, señor, preparen su calzón, el sismo es pura emoción” son algunas rimas de la canción que los niños han creado en estos cinco días que llevan reuniéndose por las tardes en la galería, en donde con materiales reciclados han elaborado instrumentos musicales que entonan con fuerza.

Mesac, de 7 años, llega solo y corre por el patio de la galería, su casa se le cayó encima y su mamá lo sacó de los escombros. Ahora, dice que le duele ver su casa destruida, y aunque sus vecinos le dan de comer, está triste. “Era la casa de mi abuelita, todos estamos muy tristes, el maestro Víctor siempre nos cuenta cuentos, nos dice que le echemos ganas y que debemos estar alegres porque estamos vivos”, dice el niño.

Niños de Unión Hidalgo hacen rimas sobre el terremoto para curarse el miedo; nadie sabe cuándo podrán volver a la escuela. Crédito: Diana Manzo/Pie de Página
Niños de Unión Hidalgo hacen rimas sobre el terremoto para curarse el miedo; nadie sabe cuándo podrán volver a la escuela. Crédito: Diana Manzo/Pie de Página

Según las autoridades educativas, más del 80 por ciento de las escuelas del istmo están afectadas, y algunas serán demolidas en su totalidad. Las clases se suspendieron y hasta el momento no hay indicaciones para la reanudación del ciclo escolar.

El escritor cuenta que desde el sábado que podía ayudar con el arte, para empezar a sanar los corazones rotos de los niños y tenerlos ocupados.

“Contamos cuentos y de ahí que cada uno revive a través de las rimas lo que les pasó. Ha sido hasta chusco, muchos han creado frases con las que todos nos carcajeamos,  y luego hacemos ruido con sus instrumentos musicales hasta cansarnos, pasamos dos horas de risas y alegrías”, dice el escritor. Los chicos han elaborado sus propios instrumentos con materiales reciclados.

“Ellos son pequeños que a veces sufren en silencio, lloran y otros no quieren comer, por eso es que decidí implementar un espacio para ellos, para que se explayen, y digan lo que quieran (…) Una amiga que es cuentacuentos se ha apuntado para colaborar y eso es maravilloso, estamos a la espera de que llegue al pueblo y nos unamos por nuestros niños, ellos lo necesitan y sus padres también”.

Este artículo fue originalmente publicado por Pie de Página, un proyecto de Periodistas de a Pie . IPS-Inter Press Service tiene un acuerdo especial con Periodistas de a Pie para la difusión de sus materiales.

Revisado por Estrella Gutiérrez

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