Familias de migrantes en un limbo de sueños rotos

Un almacén en la norteña localidad bangladesí de Nankar. Crédito: Rafiqul Islam Sarker/IPS

El bangladesí Wahid Haider no ve a su hijo Nayeem, de 30 años, desde hace casi siete, cuando emigró a Italia, pero no lamenta en absoluto que haya dejado atrás su aldea natal en busca de mejores perspectivas económicas.

Nayeem atravesó entonces Rumania, donde pasó varios meses, antes de llegar a Italia.

Wahid, expresidente del consejo rural local y figura influyente en su comunidad, relató a IPS cómo, en 2008, el gobierno militar demolió el comercio de su hijo en la norteña aldea de Nankar, junto con muchos otros negocios, en una campaña por erradicar las empresas no autorizadas.

En Nankar, ubicada a unos 300 kilómetros de Dhaka, hay 3.000 habitantes, la mayoría de los cuales dependen de la agricultura. Pero en esa zona, un terreno de menos de media hectárea puede ascender a 600.000 dólares.

Al perder su fuente de ingresos tras la demolición de su comercio, Nayeem contactó a su primo Ahmed Mustafa, que ya llevaba muchos años residiendo en Venecia.  Le impactó saber que ganaba unos 1.500 euros (1.200 dólares al valor actual) por mes como vendedor callejero y decidió probar suerte en Italia.

Su primo lo ayudó a conseguir una visa, pero por tramitarla y por sacar el pasaje aéreo de Nayeem cobró unos 15.000 dólares, que pagó el suegro del migrante. Éste tenía apenas 20 años cuando se casó con Zulekha, con quien tuvo dos hijos. El padre de su esposa no era adinerado, pero poseía algunas tierras que accedió a vender a pedido de su única hija, para financiar el viaje de su yerno a Italia.

El hijo menor de Nayeem tiene actualmente siete años, el mismo tiempo transcurrido desde que se fue de Nankar. El pequeño, igual que su hermano de 10 años y su madre Zulekha, no ve a Nayeem desde entonces.

[related_articles]Sin embargo, gracias al dinero que Nayeem envía a su familia a través de un banco local, Zulekha vive en una casa alquilada en Nankar. Mientras, él sigue vendiendo baratijas en Venecia, y en verano se traslada a las playas para aprovechar la lucrativa temporada turística.

Tiene que renovar su visa cada seis meses, lo que le permite permanecer en Italia, pero no puede salir del país para visitar a su esposa, hijos y padres en Bangladesh, porque de ser así no podría reingresar a suelo italiano.

“Eso no es en absoluto un problema”, dice Wahid, el padre de Nayeem. Zulekha “es una buena chica y puede esperar a su esposo unos años más”.

Es posible que Zulekha piense de modo distinto, pero IPS no logró contactarla para conocer su punto de vista sobre cómo afectará su futuro el hecho de tener un marido ausente y ninguna garantía de que a corto plazo consiga un permiso para visitarla.

Wahid relató a IPS otra historia, la de Imran, un hombre de 34 años oriundo de Sathibari, una aldea vecina a Nankar, quien cruzó el mar Mediterráneo en bote pero murió de fatiga y deshidratación al llegar a Italia.

Aunque esto ocurrió hace dos años y medio, los padres del muchacho, Alim Uddin, de 80 años, y Roushanara, de 65, se niegan a aceptar la muerte de su hijo. IPS habló con ellos en su hogar de Sathibari. “¿Puede decirme si Imran está bien?”, preguntó el anciano.

Según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), 199 personas han muerto en lo que va de este año al intentar cruzar el peligroso mar Mediterráneo.

En 2017 fueron 171.635 migrantes y refugiados los que ingresaron a Europa por mar, informó la OIM, agregando que poco menos de 70 por ciento entraron a Italia y el resto se dividieron entre Grecia, Chipre y España. Según el Proyecto Migrantes Desaparecidos, de la misma agencia, el año pasado se produjeron 3.116 muertes en el Mediterráneo.

Imran era el segundo de sietehermanos, tres hombres y cuatro mujeres. La agricultura era el único medio de sustento de su familia. En la aldea, él ayudaba a su padre cultivando arroz, maíz y papas en una hectárea. Pero lo que ganaba no le alcanzaba para mantener a la familia, de 11 miembros, incluidas su esposa y su hija.

Con la esperanza de mejorar económicamente, Imran partió en avión hacia Libia en 2007, contando con una visa. Como trabajador no calificado, ganaba unos 200 dólares por mes. Así y todo, con su empleo en una empresa constructora en Trípoli, a lo largo de cinco años ahorró 2.500 dólares.

Pero Imran perdió su puesto poco después de estallar la guerra civil en Libia, y entonces ya no pudo permanecer en Trípoli.

En ese tiempo, muchos de sus compañeros de trabajo partieron de Libia rumbo a Italia, a través del Mediterráneo, explicó a IPS Roksana, su viuda.

Akbar Ali, un hombre del oriente de Bangladesh que vivía en Libia, le ofreció a Imran un viaje a Italia por mar si pagaba 1.000 dólares, relató. Él accedió y en 2012 partió en una embarcación junto con otras 400 personas de países de Asia y África.

Pocos días después, “recibí una llamada de un número telefónico desconocido, y alguien me informó que Imran había muerto de fatiga y deshidratación al llegar al puerto italiano”, dijo Roksana.

“Nunca volvió a casa, ni siquiera su cadáver, para que pudiéramos verlo y enterrarlo”, añadió.

La pareja llevaba un año casada cuando él se fue a Libia. El mismo año, ella dio a luz a una niña, a la que llamaron Rebeka Begum y que actualmente tiene 10 años. La pequeña no conoce el rostro de su padre.

Roksana, quien se gana la vida como agricultora en Sathibari, no abandonó la casa de su suegro al enviudar.

“Podría haberme vuelto a casar, pero no lo hice por mi hijita. Afortunadamente, mis suegros son buenas personas. Su nieta es un solaz para ellos ahora que el hijo se fue para siempre”, señaló.

 

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