Migrantes sin zapatos ven pisoteados sus derechos

La trabajadora migrante Sahanaz Parben se comunica por Skype con su hijo de 11 años, que está en Bangladesh. Crédito: Shahidul Alam/IPS

Poco después de medianoche, un avión procedente de Arabia Saudita aterriza en Adis Abeba. De él descienden trabajadores que fueron expulsados, y que antes se habían ido de Etiopía para buscar empleo en un reino rebosante de riqueza petrolera.

Los trabajadores migrantes etíopes que vuelven a su país llevan sus pertenencias en bolsas de plástico. Nada indica que se hayan beneficiado de los duros trabajos realizados en Arabia Saudita. El aire está gélido. Pero al pisar tierra firme, algunos de ellos caminan sin zapatos.

Según las autoridades sauditas, su expulsión se debió a que estos migrantes no tenían documentos. Habían cruzado el peligroso Golfo de Adén en embarcaciones destartaladas.

Sin embargo, Arabia Saudita da la bienvenida a estos migrantes, incluso a los indocumentados, en buena medida porque constituyen mano de obra muy barata. Cada tanto, el gobierno saudita va tras ellos, los arresta en público, los arroja en campamentos de deportación en Ryadh y luego los envía a su país de origen.

La escena de los migrantes descalzos tuvo lugar en diciembre de 2013. Pero en el segundo semestre de 2017, las autoridades sauditas detuvieron a 250.000 extranjeros, entre los cuales había 96.000 etíopes que fueron devueltos a su país.

A veces, a los etíopes los llevan a la frontera y simplemente los dejan del lado yemení. Y Yemen, que todavía es bombardeado casi a diario por Arabia Saudita, no es precisamente el lugar que mejor recibe a los etíopes desesperados.

Este círculo vicioso de permitir que trabajadores indocumentados ingresen al país para luego humillarlos con esta especie de expulsión pública hace que estos migrantes vivan con temor, y a la vez deja la vía libre a los traficantes de personas y a los empleadores que pagan lo menos posible. Pero no hay nadie ante quien reclamar.

Así y todo, los etíopes vuelven una y otra vez a Arabia Saudita porque su país natal vive una crisis económica desesperante. Entre seis y nueve millones de etíopes necesitaron ayuda alimentaria de alguna clase el año pasado, cuando la pobreza y una sequía severa se combinaron para crear una situación cercana a la hambruna.

En el sudoriente de Etiopía, de donde proceden muchos de los trabajadores migrantes, la sequía devastó al ganado y redujo la producción agrícola.

En esa misma área, Etiopía alberga a 894.000 refugiados de Eritrea, Somalia, Sudán y Sudán del Sur. Todos ellos llegaron empujados por el hambre y los conflictos. Solamente el año pasado, 106.000 refugiados ingresaron a suelo etíope, la mayoría de ellos sursudaneses, que actualmente contabilizan 420.000 en Etiopía.

El país, ya devastado económicamente, recibe a casi un millón de refugiados, y envía otros tantos a la península arábiga (hay medio millón solo en Arabia Saudita).

Los trabajadores etíopes dicen recibir maltratos habituales en Arabia Saudita. Esto incluye desde violencia sexual a golpizas y acoso policial.

Sitio de la construcción en Ampang, Kuala Lumpur, donde se emplean trabajadores migrantes. Crédito: Shahidul Alam/IPS

La escena de diciembre de 2013 en Adis Abeba se perpetúa en 2018 en una exhibición en la Drik Gallery III de Dhaka, Bangladesh. Se trata de una muestra de fotografías tomadas por Shahidul Alam a bangladesíes que emigraron a Malasia, y abarca desde la esperanza al partir hasta la desilusión al ver que la vida no resulta tal como les prometieron.

En su libro “The Best Years of My Life” (Los mejores años de mi vida), Alam reúne las imágenes que integran la exposición, y en el texto que las acompaña resume las penurias de sus protagonistas. Estos se emplean en las fábricas y cultivos de Malasia, donde trabajan por salarios ínfimos, son estafados por traficantes y funcionarios, y hasta por sus pares.

El objetivo de ahorrar para ayudar a las familias que quedaron atrás los lleva a sacrificar sus propias vidas. El hijo de Sahanaz Parben, de 11 años, la llama “tía”; casi no la conoce. Los hijos de Babu Biswas lo han visto apenas tres veces en la última década. “Les va bien”, dice el padre.

La situación legal de estos migrantes suele no estar clara. Y es precisamente eso lo que los obliga a aceptar pagas tan bajas. Pero el dinero de los migrantes “ilegales” no es ilegal. En Bangladesh es muy bienvenido. Según el Banco Mundial, hay unos nueve millones de migrantes bangladesíes que envían 15.000 millones de dólares a su país. En base a un promedio quinquenal, esto equivale a 10 por ciento del producto interno bruto (PIB) de Bangladesh.

[related_articles]Este porcentaje no es tan alto como el de Liberia, donde más de la cuarta parte de su PIB procede de remesas de trabajadores migrantes. Estas economías se resquebrajarían sin las pequeñas sumas que envían millones de trabajadores. Las inversiones extranjeras directas realizadas en Bangladesh representan apenas 0,9 por ciento de su PIB, por lo que las remesas las superan en valor económico.

No obstante, según Alam, el gobierno de Bangladesh es displicente con los migrantes. El alto comisionado Mohammed Hafiz prácticamente ha abandonado sus responsabilidades. “¿Qué puedo hacer?”, planteó.

No ocurre lo mismo con los activistas. Parimala Narayanasamy, de la Coordinación de Investigación para la Acción sobre Asistencia y Movilidad, dijo a Alam que los gobiernos  que envían migrantes deberían ser los que fijaran las condiciones cuando otros países necesiten trabajadores.

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