La pandemia y la reinvención del espíritu de cooperación solidaria

Para enfrentar la pandemia se requieren plataformas internacionales de cooperación solidaria que actúen como instrumentos y catalizadores de un desarrollo sostenible, próspero y equitativo, que incluya las perspectivas, prioridades y necesidades de la mayoría de la población mundial.
Una niña interviene en una escuela primaria de Daca, en Bangladesh. Foto: Shafiqul Alam Kiron/IPS

Un adversario invisible ha arrojado el mundo, tanto en el Norte como en el Sur, en una confusión general. Las consecuencias psicosociales y económicas de la crisis causada por la covid-19 sobrevivirán a su desaparición.

Un retorno antiviral al estatus quo del precoronavirus es poco probable, y no podemos permitirnos esperar pasivamente una transformación viral de nuestras sociedades. El futuro no está escrito de antemano. Dependerá de nuestra disposición colectiva para forjarlo, o para dejarle que nos forje a nosotros.

Aunque se ha argumentado que habría sido imposible predecir que en el año 2020 más de 1500 millones de estudiantes se verían obligados a permanecer confinados en sus casas debido a un virus, expertos internacionales han señalado repetidamente que las consecuencias de tal crisis eran concebibles.

El sistema económico dominante, miope, de auge y caída, y excesivamente orientado a los beneficios a corto plazo, no ha dejado margen para que las sociedades puedan tratar las emergencias sociales.

En este preciso momento, los mismos analistas y actores internacionales que, en nombre del rendimiento económico, han socavado nuestros bienes públicos comunes a lo largo de los años, ahora nos prometen nuevas soluciones globales.

El autor, Manssour bin Mussallam
El autor, Manssour bin Mussallam

Sin embargo, nuestros desafíos mundiales no requieren remedios mundiales, sino más bien una visión concertada respaldada por políticas contextuales, por una parte, y basada en un mecanismo internacional y solidario de cooperación y coordinación, por otra.

La pandemia de covid-19 ha expuesto, e incluso exacerbado, las divisiones socioeconómicas entre y dentro de las sociedades. No obstante, no las ha causado.

Mantener el hecho de que las prescripciones de la política del “dejar hacer” puestas en práctica por nuestras instituciones internacionales han inflamado esta crisis sería, en efecto, un mejor alegato.

En un momento en que declaramos la guerra absoluta para contener el virus y mitigar sus consecuencias, debemos estar decididos a aprender las lecciones de esta crisis si queremos reconstruir, y no sólo replicar, nuestros sistemas internacionales y nacionales.

Con sistemas de salud que carecen de personal y financiación suficientes, 154 millones de personas sin hogar e incapaces de permanecer confinadas, profesionales con ingresos precarios cuyo confinamiento protege las vidas pero amenaza los medios de subsistencia, y 1500 millones de estudiantes en el mundo fuera de las instituciones educativas y con un acceso desigual a las plataformas de aprendizaje en línea, las injusticias que asolan nuestras sociedades son algo más que una preocupación moral: son verdaderas amenazas para nuestro futuro común.

Ya se han puesto en marcha varias iniciativas para mitigar las consecuencias de esta crisis: nueva contratación de profesionales de la salud jubilados, provisión de espacios seguros para el autoconfinamiento, suspensión de los procedimientos de ejecución de hipotecas y desalojo, y compromisos de los gigantes de la tecnología de poner a disposición programas y equipos informáticos sin fines de lucro.

Esas medidas, entre otras, son necesarias pero siguen siendo insuficientes. Para triunfar, de una vez por todas, sobre cualquier crisis como la actual pandemia, nuestra determinación de eliminar las injusticias expuestas debe ser inquebrantable.

Por lo tanto, tenemos el deber de proteger el derecho a una atención sanitaria de calidad, universal y gratuita, de consagrar la vivienda digna y asequible como un derecho inalienable, de garantizar la seguridad material e inmaterial de los pueblos, de proteger el derecho a vacaciones y bajas por enfermedad remuneradas y de cerrar la brecha tecno-digital.

Esto implica una movilización sin precedentes de recursos intelectuales, humanos, técnicos y financieros, y que nuestras iniciativas pasen de revivir conceptos caducos a construir alternativas auténticas y eficaces.

La atención sanitaria universal y gratuita y la vivienda digna y asequible no se lograrán mientras las mercantilicemos, en lugar de invertir en ellas como bienes públicos comunes que deben ser protegidos.

La seguridad material e inmaterial, los salarios decentes y los códigos laborales con conciencia social no se lograrán sin un sistema internacional que consagre la dignidad humana y contribuya a políticas sociales progresistas, humanistas y holísticas.

La brecha tecnodigital no se cerrará recurriendo a tecnologías importadas y costosas, a menudo inadecuadas para los contextos nacionales y locales, ni creando una dependencia técnica nacional de las empresas multinacionales privadas al donar esas tecnologías.

Es necesario desarrollar tecnologías locales y autóctonas más rentables, sostenibles y pertinentes al contexto, que desarrollen el potencial creativo de las comunidades y estimulen las economías nacionales.

En un mundo en el que los ingresos totales de 6900 millones de personas constituyen menos de la mitad de la riqueza acumulada por uno por ciento de los individuos más ricos, y en el que la capitalización de mercado de una sola empresa, como Apple Inc, supera el valor del producto interno bruto (PIB) de economías enteras -incluidas las de algunos países del Norte como los Países Bajos, Suiza, Bélgica y Suecia-, la viabilidad de tales medidas no parece más improbable de lo que la sostenibilidad de la situación actual parece absurda.

Sin embargo, esto requiere plataformas internacionales de cooperación solidaria que actúen como instrumentos y catalizadores de un desarrollo sostenible, próspero y equitativo, que incluya las perspectivas, prioridades y necesidades de la mayoría de la población mundial.

Si el multilateralismo ad hoc y la falta de solidaridad mundial siguen rigiendo el sistema internacional, que parece más preocupado por asegurar su propia supervivencia que por satisfacer nuestras aspiraciones colectivas, la pandemia solo será un atisbo de las crisis que se avecinan.

En particular, es poco probable que quienes han fomentado institucionalmente nuestro sistema internacional actual puedan replanteárselo, cualquiera que sean sus intenciones.

Ahora que los modelos de desarrollo que emanan del norte han fracasado, ya es hora de poner en tela de juicio los supuestos que impregnan nuestras instituciones internacionales, y de construir una tercera vía de desarrollo, equitativa e inclusiva, desde el Sur.

Teniendo esto presente, países de África, del mundo árabe, Asia, América Latina y las islas del Pacífico, así como organizaciones internacionales de la sociedad civil, han creado la Organización de Cooperación Educativa (OCE).

Su objetivo es «contribuir a una transformación social equitativa, justa y próspera de las sociedades mediante la promoción de una educación equilibrada e inclusiva, con el  fin de hacer realidad los derechos fundamentales a la libertad, la justicia, la dignidad, la sostenibilidad, la cohesión social y la seguridad material e inmaterial de los pueblos del mundo».

Así entonces, la OCE no es una organización internacional para la educación, sino una organización internacional para el desarrollo a través de la educación, ya que el verdadero desarrollo no puede ser compartimentado y el potencial transformador de la educación sólo se confirma cuando ella misma se transforma.

Este nuevo marco proactivo de cooperación multilateral que estamos construyendo coloca las preocupaciones y aspiraciones de los países y pueblos en el centro de las políticas internacionales y en la vanguardia de los esfuerzos de desarrollo, respetando y adaptándose así a las prioridades nacionales, las aspiraciones locales y los contextos socioculturales.

La pandemia de covid-19 es tanto una tragedia como una prueba de gestión de crisis para el mundo.

También es un recordatorio de la necesidad de renovar y reinventar el verdadero espíritu de solidaridad internacional y multilateralismo en el siglo XXI.

Ha llegado el momento de que surjan mecanismos innovadores y nuevas plataformas internacionales, concebidos no sólo para mantener la paz, sino sobre todo para lograr la justicia cuyo fruto es la paz.

Armados con un sentido del deber, un espíritu de solidaridad y una determinación intransigente, tenemos ahora la responsabilidad histórica de prestar atención a la advertencia de esta crisis y de darnos los medios para forjar colectivamente el futuro al que aspiramos y que nos merecemos.

RV: EG

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