El limbo de la espera acotada

Foto: Pie de Página
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Si te sientes constantemente agitada por todos los cambios que estamos viviendo y al mismo tiempo totalmente estancada, no estás sola. 

A estas alturas llevamos cinco meses de pandemia; han muerto más de 800 000 personas en el mundo por covid-19 y al menos 25 millones se han contagiado. El primer caso diagnosticado de coronavirus fue en un racimo de pacientes en la ciudad china de Wuhan el 31 de diciembre de 2019. De eso pasaron dos meses y medio más para que el contagio del virus SARS-CoV2 se clasificara oficialmente como pandemia y de la clasificación a la fecha llevamos solo cinco meses.

Durante este tiempo todo ha sido nuevo. Es como si, hasta ahora, solo se tratara de aguantar la incertidumbre; soportar un poco más hasta que eso termine. Yo creía que esa era la peor parte.

Al respecto, en Al sur de la frontera, al oeste del sol, el autor japonés Haruki Murakami escribió: “’Por una temporada’ son palabras cuya duración no puede medir la persona que espera”. Como si la ansiedad hiciera el paso del tiempo tan relativo que no se puede contar. Para quien habita en la incertidumbre un periodo de espera es insoportable porque se siente eterno.

La autora, Alejandra Ibarra Chaoul
La autora, Alejandra Ibarra Chaoul

En este periodo pandémico de falta de información, lo único que yo quería era saber cuánto más tendríamos que estar a la espera del final. Y justamente hace tres semanas recibimos el primer indicio de cuándo puede ser eso.

El 22 de agosto en la ciudad de Ginebra, el director general de la Organización Mundial de la Salud (OMS) dijo que la pandemia del coronavirus puede durar dos años en total. Aunque, debido a la globalización y alta conectividad con la que vivimos, puede prolongarse todavía un poco más.

Con esa declaración, muchos recibimos algo que habíamos estado esperando: una pizca de certidumbre. Ahora sabemos más o menos cuánto puede durar la pandemia y podemos enfrentar nuestro día a día sin esa resignación a avanzar por pura fuerza de voluntad sin saber bien hacia dónde o por cuánto tiempo.

Al mismo tiempo, algunas personas experimentaron un ligero cambio de rutina que parecía aligerar la situación. En el último mes empezaron las clases en las escuelas, algunas oficinas han vuelto a abrir sus puertas y unos cuantos hospitales covid han empezado el reingreso de pacientes “normales”.

Pero las calles continuaron vacías, a diferencia de otros años cuando se llenaban de coches y camiones escolares al final del verano (boreal).[pullquote]3[/pullquote]

En los patios de los planteles no se escuchan ruidos ni risas. A la hora de la salida, las banquetas que antes se atiborraban de niños se quedaron deshabitadas salvo transeúntes esporádicos, que quizá las ocuparon momentáneamente. Y para los alumnos, sus padres y los maestros, esta etapa representa más el comienzo de algo nuevo dentro de la pandemia, que la reanudación de lo que añoraban.

En las oficinas he escuchado de empleados que, al regresar al lugar de trabajo, lo encontraron con telarañas y cucarachas retozando impunes en los cuartos abandonados.

Después de limpiar los lugares y volver a habilitarlos para el trabajo presencial, la mayoría de estos espacios regresaron escalonados y durante horas contadas al día sin reuniones presenciales de los equipos completos para evitar el contacto y disminuir la probabilidad de seguir propagando al virus.

Entre los médicos existe una resignación particular. Especialmente porque el invierno traerá el habitual aumento de la influenza estacional y aún no se sabe si la temporada tendrá un efecto especial en los contagios por coronavirus. Es como si ellas y ellos, que saben mejor que nadie lo mucho que le falta todavía a esta crisis, no quisieran ilusionarse al regreso de las cosas como eran antes. Sus testimonios reflejan una sensación de resistencia.

En lo personal, llevo semanas batallando para escribir mi columna. No es un problema de organización o redacción; cada vez que pienso en alguno de los sucesos de la semana lo encuentro intrascendente. Por más que suceda algo, cuando lo pongo en perspectiva, la pandemia sigue.

Cada vez que pienso en abordar un reto a futuro veo tan poca claridad sobre lo que viene, que imaginarlo me resulta tan lejano e insignificante que me entume.

Entre mis amigos he escuchado un hartazgo en sus labores de trabajo. No hay metas claras o ilusión de avanzar en proyectos nuevos, pero la presión por cumplir con las responsabilidades asignadas no se disipa.

No es como los primeros días de la pandemia donde trabajar era difícil por el miedo y la ansiedad colectiva que sentíamos por la falta de información y propagación del coronavirus. Tampoco es como el cuarto mes, cuando alcanzamos una especie de equilibrio que brindaba paz porque se pensaba pasajero.

Cuando el director de la OMS dijo que esta situación se puede prolongar hasta dos años, nos regaló lo que más creíamos querer y a la vez nos hizo más difícil la espera.

A pesar de la certeza que ofreció el dato de los dos años, 24 meses no son poca cosa. Aun si la pandemia dura esos y no más, eso significa que no hemos recorrido ni la mitad del camino. Al menos ahora tenemos una meta a la cual aferrarnos, es cierto, pero es tan lejana que genera una sensación de estancamiento.

Ahora sabemos exactamente cuánto puede durar esa temporada de espera de la que escribió Murakami, pero resulta que ni eso nos salva de la nueva realidad, donde todo se siente trivial y el tiempo parece estar detenido mientras nos dedicamos a hacer lo único que podemos: flotar en el limbo.

Este artículo fue publicado originalmente por Pie de Página, de la red mexicana de Periodistas de A Pie.

RV: EG

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