En el taller de vidrio soplado de la familia Jalife, en el pueblo costero de Sarafand, en el sur de Líbano, cuatro hombres parados al lado de un horno se concentran en su tarea, pese a un calor asfixiante. La tarea es ardua, pero la satisfacción de continuar con un negocio familiar y artesanal casi extinto, de ayudar a reciclar y de ganarse la vida no podría ser mayor.
"La gente se acostumbra a la guerra. En el último combate los niños salían a jugar. ¿Se imagina a un niño de siete años esquivando las balas solo para jugar un videojuego?", pregunta Mohammad Darwish, el dueño de un cibercafé en Bab al Tabbaneh, un vecindario de esta ciudad en el norte de Líbano.
Con la mirada fija en el piso, Hassan, un refugiado de 21 años procedente de Idlib, en el noroccidente de Siria, sostiene sus documentos de identificación. Entonces recoge un papelito color rosa donde dice que debe obtener un contrato de trabajo, pues de lo contrario no le renovarán su visa de residencia en Líbano.