Sonriente y de hablar rápido, Kety Díaz revisa los surcos de frijoles intercalados con siembra de maíz, lechuga y plátano, mientras narra su historia de productora en la finca La Cotorra, de Guanabacoa, un municipio próximo a la Habana cuyas extensas llanuras favorecen la agricultura.
Un millar de campesinos hicieron realidad un modelo participativo de producción que rescató saberes ancestrales sumando tecnología y conocimientos para responder a la sequía y a la erosión. Sucedió en San Nicolás, una localidad rural de unos 15 000 habitantes que se declaró como la primera comuna agroecológica de Chile.
Una represa construida en forma comunal a casi 3500 metros sobre el nivel del mar abastece de agua a Cristina Azpur y a sus dos hijas. Las tres viven de su trabajo en el campo, en las altiplanicies andinas de Perú, y venían enfrentando el estrés hídrico provocado por las alteraciones del clima.
Eran adolescentes cuando fueron víctimas de reiterada violencia sexual en dos remotos poblados de las altiplanicies andinas, durante el conflicto armado interno que vivió Perú entre 1980 y 2000. Más de tres décadas después, siguen a la espera de justicia y sobreviven con hondas secuelas en su salud mental.
Las mujeres rurales de América Latina son determinantes en metas como un desarrollo sostenible en el campo, la seguridad alimentaria y la reducción del hambre en la región. Pero se mantienen entre invisibles y vulnerables y requieren reconocimiento y políticas públicas para salir de la situación de abandono.
La suerte de una histórica declaración que reconoce los derechos de más de 1.000 millones de campesinos en el mundo se define en la última semana de septiembre, en una votación del Consejo de Derechos Humanos, el máximo órgano en la materia de las Naciones Unidas.
Sandra Leticia Gregorio, o
Leti, como le gusta más que le llamen, tiene 37 años y dos hijos adolescentes. Hace 13 años, su marido se marchó desde Guatemala a Estados Unidos y desde entonces nunca más se volvieron a ver.
La desigual batalla de la campesina Francisca Ramírez, frente al gobierno del presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, ha trascendido hasta el punto que desde el corazón político de Europa se aboga por su seguridad y sus derechos.
Un movimiento de mujeres campesinas que se organizó para pelear a los hombres siglos de posesión de las tierras agrícolas en Nicaragua, busca así una parcela para producir y también contribuir a la seguridad alimentaria de sus familias y de la población en general.
Sus siete hijos crecieron, pero ahora cuida a un pequeño nieto que la sigue mientras trabaja una huerta orgánica en el El Pato, al sur del Gran Buenos Aires. Olga Campos quiere para ellos lo que ella no alcanzó: educarse para labrarse otro destino.
Iraida Semino parece una mujer como otra cualquiera: es divorciada, tiene dos hijos y su título de economía cuelga empolvado en una pared. Sin embargo, no resulta fácil dar con alguien como ella laborando en los campos de Cuba.
Representantes indígenas temen que la vigencia del Acuerdo Transpacífico de Asociación para la Cooperación Económica (TPP) incremente la explotación de los recursos naturales ubicados en sus territorios por parte de las grandes compañías trasnacionales, aumentando la pobreza y trastocando la vida campesina.
Décadas atrás todas las casas campesinas de Cuba estaban escoltadas por un huerto para abastecer la mesa familiar, llamado conuco, un nombre de raíces indígenas que sigue vivo entre campesinos de varios países caribeños.
Las mujeres representan en promedio 40 por ciento de la fuerza laboral en la agricultura en los países en desarrollo y, sin embargo, carecen de acceso suficiente a los recursos y los servicios fundamentales para ser tan productivas como sus pares varones.
Diluvia en la capital de Argentina, pero los consumidores no faltan a la cita con el Mercado de Economía Solidaria Bonpland, donde venden sus productos algunos agricultores familiares. Ahora, el gobierno decidió otorgarles un sello para identificar y fortalecer a este sector fundamental como proveedor de alimentos.
Los derechos de agua en Chile, privatizados durante la dictadura la militar en 1981, tienen en jaque a la agricultura familiar y campesina, que lucha por la reconversión, al menos parcial, de este recurso al control público.
Más de 100 mujeres campesinas de la Patagonia chilena se unieron para crear una asociación gremial que les proporcione no solo autonomía económica sino también empoderamiento, en una zona marcada por el machismo y la inequidad de género.